“La Iglesia enseña que el respeto hacia las personas homosexuales no puede en modo alguno llevar a la aprobación del comportamiento homosexual ni a la legalización de las uniones homosexuales. El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, célula primaria de la sociedad. Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y controvertido en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad”
Joseph Ratzinger y Angelo Amato, Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de junio de 2003.
¿Debe el Estado definir qué es lo verdadero en el campo de la moral?, ¿y en lo sexual?. Mi opinión es que no. Voy a intentar argumentar mi posición usando para ello un asunto hoy efervescente: el matrimonio homosexual.
Poner adjetivos al matrimonio forma parte de la malhadada herencia que nos han dejado las relaciones de las iglesias con los estados. La obligación del Estado es proteger los derechos de los ciudadanos y de la sociedad; en ningún caso definir las esencias de los fenómenos sociales y/o naturales.
En sociedades complejas, como la nuestra, los sistemas de parentesco y familia –sistemas simbólicos- no explican por si mismos a la propia sociedad; hay otras instituciones y otros elementos que las conforman y definen. La antropología demuestra consistentemente que el matrimonio heterosexual y monogámico es una construcción social y, por tanto, pueden existir otras.
Apelar a la tradición, a la historia, para oponerse a este tipo de uniones es llamar también a una construcción social. Durante siglos el control del grupo sobre el individuo obstaculizó el desarrollo de la intimidad, y con ella los sentimientos familiares; y, de hecho, como nos enseñó, entre otros, Philippe Ariès hace 40 años, no es hasta bien entrado el siglo XVII cuando la familia nuclear, como la conocemos hoy, empieza a cobrar relevancia. Cuando las viejas estructuras sociales quiebran, el espacio íntimo, familiar, conyugal se convierte en el reducto de lo sentimental. Son los aires liberales que traen, sobre todo, las revoluciones industrial y francesa los que, al modernizar la sociedad, consolidan este tipo de familia, culminando un proceso que comenzó con la quiebra del feudalismo. Perry Anderson, un viejo santón de la izquierda, olvidado por la propia izquierda, ya nos mostraba estas estructuras a finales de la pasada década de los 70.
Recurrir al hecho biológico de la reproducción y la continuidad de la especie es, naturalmente, insuficiente en una sociedad que se reclama igualitaria, además claro de que, como muchos sabemos, el matrimonio no es un elemento necesario para la reproducción, ni siquiera para intentar abundantemente la reproducción, y de que, por último, un individuo piensa como individuo y no como especie. Los años 30 del siglo pasado vieron algunos ejemplares de individuos que pensaban como especie y dieron lugar a algunas de las más grotescas calamidades que ha sido capaz de causar el ser humano.
¿Y si reconocemos el derecho pero con una denominación distinta? Ah, esto parece una buena solución. Pero sólo lo parece. Porque, ¿por qué llamar de forma distinta a lo que es igual? Aquí se me contestará “es que no es igual, porque los homosexuales no pueden procrear entre ellos”. Esa sería buena si fuese ese el asunto del que hablamos, pero no lo es. No es nuestro asunto determinar cuál es la finalidad del matrimonio, sino qué es él mismo. Para hablar de teleología las iglesias están siempre dispuestas, y me parece muy bien que los adeptos a las mismas acepten sus requisitorias para dirigir sus vidas, pero el Estado debe desvelarse por y revelarse y rebelarse para la protección de nuestros derechos fundamentales, entre ellos el de la igualdad y la no discriminación. Llamar de forma distinta a lo que es esencialmente igual contiene el germen de la segregación.
Si atendemos a lo antropológico, a lo social, a lo jurídico, a lo racional, es absolutamente insostenible mantener la vieja discriminación sobre el asunto del matrimonio. Hace un tiempo leí un artículo, no recuerdo el autor, que, hablando de este mismo asunto, ponía el ejemplo del voto. Si retrocediéramos 70 años oiríamos a mucha gente hablando de la desvirtualización de la naturaleza del voto por el hecho de aceptar el sufragio universal.
Algunos han olvidado que “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La persistente e impertinente interferencia de los gestores del más allá en los asuntos del más acá es una desconsiderada e insolente hemorroide en el culo del Emperador.