El custodio

Publicado el 16 febrero 2024 por Frank Paya @payafrank

Al fondo, detrás de un vidrio, están las plantas como en una enorme caja. Y aquí delante, también en una caja de vidrio (blindado) está el custodio. Tiene algo en común con las plantas, un cierto secreto que le viene de la tierra. Y entre una y otra jaula de vidrio se esmeran los jóvenes subgerentes envejecidos, tan atildados con sus impecables trajes y su sonrisa exacta. Es verdad que son menos circunspectos que el custodio pero, como jóvenes subgerentes de empresa financiera, no están adiestrados para matar y eso los redime un poco. No demasiado. Apenas lo necesario para concederles la gracia de imaginarlos -como los suele imaginar nuestro custodio- haciendo el amor sobre la alfombra. Al unísono, eso sí, al compás sincopado de las calculadoras electrónicas. Debajo de ellos, las secretarias son también tristemente hermosas, casi siempre de ojos claros, y el custodio las contempla no sin cierta lujuria y piensa que los subgerentes rubios -casi todos también de ojos acuosos- están en mejores condiciones que él para seducir a las jóvenes secretarias. Sólo que él tiene la Parabellum y tiene también -ocultos en su maletín de ejecutivo- una mira telescópica y un silenciador de la mejor fabricación extranjera. En un bolsillo interior del saco lleva el permiso para portar armas, el carnet que lo acredita como guardián de la ley. En el otro bolsillo vaya uno a saber qué lleva, ni él mismo suele querer averiguarlo: una vez encontró un lápiz de labios y se manchó las manos de rojo como si fuera sangre, otra vez encontró semillas, no identificadas; en cierta oportunidad se perdió en las pelusas del bolsillo entre hebras de tabaco y otras yerbas, y ahora ya no quiere ni pensar en ese bolsillo mientras vigila a los clientes que entran y salen de las vastas oficinas. Sabe que los subgerentes puede que tengan los ojos claros, pero la caja de vidrio de él tiene tres ojos redondos (uno por cada lado útil, el cuarto está adosado a la pared) y son ojos más extraños, para no decir más prácticos y eventualmente más letales. Por allí puede disparar a quien se lo busque y desde allí puede sentirse seguro: esa caja es su madre y lo contiene.

Desde su caja de vidrio ve desfilar a los seres más absurdos, con cara de enanos, por ejemplo, o mujeres de formas que contrarían todas las leyes de la estética y niñitas de pelo teñido color amarillo huevo. Por momentos nuestro custodio piensa que la empresa los contrata para hacer resaltar la belleza física de sus empleados, pero muy pronto descarta esa loca idea: se trata de una empresa financiera, hecha para ganar dinero, no para gastarlo en proyectos absurdos.

Y él ¿para qué está allí? Está para defender la plata y estaría para regar las plantas si sólo se lo permitieran.

Le vendría bien poder pasarse de vez en cuando a la otra caja de vidrio, la del fondo; es bastante más amplia que la suya aunque no esté blindada, tiene más aire, y el paso de la plata a las plantas es sólo cuestión de una única letra. Un paso que a él lo haría tan feliz, sobre todo porque la plata es de otros, no será nunca suya, y en cambio las plantas no pertenecen a nadie. Tienen vida propia y él podría regarlas, acariciarlas, hasta hablarles bajito como si fueran un perro amigo, como aquel tipo que se pasaba los días cuidando a los suyos con la mayor ternura y era un perro de presa y una planta carnívora. Él no necesita tanto amar para matar a otros, no necesita siquiera tenerle un cierto afecto a la gente de esa oficina aunque esté allí para defenderlos, para jugarse la vida por ellos. Sólo que allí nunca pasa nada: nadie entra con aire amenazador ni intenta un asalto. A veces algún paquete sospechoso sobre un asiento le llama la atención, pero enseguida vuelve la persona que se lo había dejado olvidado y se aleja lo más campante con el paquete de marras bajo el brazo. Por lo tanto, suponiendo que hubiera habido una bomba en el paquete, estallará lejos de las sacrosantas oficinas. Y su deber tan sólo consiste en defender la empresa, no la ciudad entera y menos aún el universo. Su deber es simplemente ése: actuar en la defensa y no en la línea de ataque, aunque si tuviera dos dedos de frente sabría que el presunto agresor puede muy bien ser uno de los suyos (un hombre como él, sin ir más lejos) y no algo ajeno como puede serlo la caja de caudales. Pero bien cara les va a costar mi vida, se dice a menudo repitiendo la frase tantas veces oída durante el adiestramiento, sin darse cuenta de que todo mortal piensa lo mismo, con o sin permiso de la ley (una vida no es cosa que se regale así no más, y menos la propia vida, pero él tiene licencia para matar y se siente tranquilo). Por eso duerme plácidamente por las noches cuando no está de guardia, y a veces sueña con las plantitas del fondo. Eso, claro, cuando no le toca soñar con las bellas secretarias desnudas, algo acartonadas ellas pero siempre excitantes. Sueños que son más bien de vigilia, ensoñaciones donde bellos y bellas de la empresa financiera se revuelcan desnudos sobre la alfombra que silencia sus movimientos. La alfombra como silenciador. Él también, allí en su caja de cristal -Blancanieves, ¡la pucha!- tiene una pistola con silenciador y además se mantiene silencioso como una planta. Vegetal, casi. Silencioso él en su jaula de vidrio acariciando su silenciador mientras imagina a los de afuera en posiciones del todo reñidas con las buenas costumbres.

Y helo ahí, sumido en sus ensoñaciones, defendiendo con toda su humanidad lo que no le pertenece para nada. Ni remotamente. Una perfecta vida de cretino. ¿Defendiendo qué?: la caja fuerte, el honor de las secretarias, el aire seguro de gerentes, subgerentes y demás empleados (su atildada presencia). Defendiendo a los clientes. Defendiendo la guita que es de otros.

Esa idea se le ocurrió un buen día, al día siguiente la olvidó, la recordó a la semana y después poco a poco la idea se le fue instalando para siempre en la cabeza. Un toque de humanidad después de todo, una chispa de idea. Algo que le fue naciendo calentito como su cariño por las plantas del fondo. Algo que se llamaba bronca.

Empezó a ir a su trabajo arrastrando los pies, ya no se sintió tan hombre. No soñó más ante el espejo que su oficio era oficio de valientes.

¡Qué revelación el día cuando supo (muy adentro, en esa zona de sí mismo cuya existencia ni siquiera sospechaba) que su tal oficio de valientes era oficio de boludos! Que los cojones bien puestos no son necesariamente los puestos en defensa de otros. Fue como si le hubieran dado el célebre beso sobre la frente dormida, como si lo hubieran despertado. Iluminado.

Cosas todas estas que le era imposible transmitir a sus jefes. Claro que estaba acostumbrado a callarse la boca, a mantener para sí como un tesoro los pocos sentimientos que le iban aflorando a lo largo de su vida. No muchos sentimientos, escasa noción de que algo transcurría en él a pesar de él mismo. Y había soportado sin proferir palabra ese largo curso sobre torturas en carne propia llamado adiestramiento: no era entonces cuestión de sentarse a hablar -y sentarse ¿desde cuándo se ha visto, frente a sus superiores?-, a hablar exponiendo dudas o presentando quejas. Fue así como poco a poco empezó a nutrir una bronca por demás esclarecedora y pudo pasar las tardes de pie dentro de su jaula de vidrio ocupando sus pensamientos en algo más concreto que las ensoñaciones eróticas. Dejó de imaginar a los jóvenes subgerentes revolcándose con las secretarias sobre la mullida alfombra y empezó a verlos tal cual eran, desempeñando sus tareas específicas. Un ir y venir en silencioso respeto, un astutísimo manejo de dinero, de las acciones, los bonos, las letras de cambio, las divisas. Y todos ellos tan insultantemente jóvenes, atractivos.

Fue bueno durante meses despojar a esos cuerpos de todos sus fantasmas y verlos tan sólo en sus funciones puramente laborales. Nuestro custodio se volvió realista, sistemático. Dio en salir de la jaula y pasear su elástica figura por los salones sembrados de escritorios, empezó a cambiar algunas frases con los empleados más accesibles, sonrió a las secretarias, charló largo rato con uno de los corredores de la bolsa. Intimó con el portero. Llegó a mencionarles a algunos su atracción por las plantas y cierta vez que las notó mustias pidió permiso para regarlas después de hora. Al cerrar las oficinas lo empezaron a dejar a él atendiendo las plantas, fumigándolas, limpiándolas de hollín para que pudieran respirar a gusto.

Cierto atardecer llevó su pasión al extremo de quedarse dos horas mateando plácidamente entre las plantas. El guardián nocturno no pudo menos que comentarlo con sus superiores y todos temieron que el custodio se estuviera haciendo poeta, cosa por demás nociva en un trabajo como el suyo. Pero no había que temer tamaño deterioro: su vigilancia la cumplía a conciencia y se mostraba por demás activo en sus horas de guardia sin dejar escapar detalle alguno. Hasta llegó a frustrar un peligroso asalto gracias a sus rapidísimos reflejos y a un olfato que le valió el aplauso de sus jefes. Él supo recibir con suma dignidad la recompensa, consciente de que no había hecho más que cuidar sus propios intereses. Sus superiores jerárquicos y también los directivos de la empresa presentes en la sencilla ceremonia entendieron la humildad del custodio como un sentimiento noble, una satisfacción verdadera por el deber cumplido. Duplicaron entonces el monto de la recompensa y se retiraron tranquilos a sus respectivos hogares sabiendo que la empresa financiera gozaba de una vigilancia inmejorable.

Gracias a la doble bonificación, el custodio pudo equiparse a gusto y sólo necesitó poner en práctica la paciencia aprendida de las plantas. Cuando por fin consideró llegado el momento de dar el golpe, lo hizo con una limpieza tal que fue imposible seguirle el rastro y dar con su paradero. Es decir que a los ojos de los demás logró realizar su viejo sueño. Es decir que se lo tragó la tierra.

FIN

2008 editado por Paya Frank @Blogger