Esta misma noche un infante, mientras se cepillaba los dientes, me preguntó si podía decirle qué era el Caballo de Troya; una vez me aclaró que lo había oído en la televisión, le pedí una tregua hasta que se metiese en la cama. Sólo después de que Wikipedia me recordara que Helena se había fugado con Paris y no con Héctor, comencé a contarle el asunto a mi modo y manera, mientras su madre tiritaba de fiebre al otro lado del pasillo y su hermano pequeño, incapaz de atender tamaña perorata, revoloteaba en torno.
Le hablé de guerras antiguas, de dioses que tomaban partido, del punto débil de Aquiles el de los pies ligeros, del bajonazo griego tras su muerte, de la treta en forma de caballo gigante para franquear la inexpugnable muralla de la ciudad troyana… Mientras hacía pasar con torpeza toda una leyenda universal por el tamiz de lo políticamente correcto para una vida de seis años, advertí sus ojos tan abiertos como no recordaba. Y comprendí por qué las historias clásicas lo son.
Caballo de Troya, por dibujalia.com
Tras terminar, se tomó unos segundos que parecían eternos, antes de considerar que los troyanos la cagaron bien, que a quién se le ocurre no mirar lo que había dentro del caballo… Pues sí. Y cuando el oyente quería ir más allá, saber con quién se quedó Helena, si los griegos mataron a todos los troyanos, me di cuenta de que las leyendas tienen muchos puntos débiles y además, casi siempre, mucha sangre de por medio, por lo que decidí que era momento de apagar la luz y cada uno a su cama.
Entonces el pequeño entendió que era su turno. Quería que le cantara “la de la gallina“, la que va por la calle pabajo de aquella manera. Su madre gritó que con aquel vacilón no se iban a dormir más nunca. Me hice el loco, me cambié de cama, lo obligué a meterse bajo la sábana, me tumbe a su lado y comencé por el estribillo de marras, mas me paró en seco: tenía que empezar por “María y el pelo”, pues en tal orden se lo había cantado en otras ocasiones, al parecer.
Al tiempo que me metía de lleno a desafinar coplillas populares encadenadas, advertí en la penumbra cómo esbozaba una sonrisa plena, que pasaba a maligna cuando tocó la de la gallina; más tarde me detuvo para preguntar “¿qué es parral?”; “La planta de las uvas”, acerté a decirle raudo, antes de atacar Dices que no la quieres, que uno también se viene arriba.
Cuando al fin le puse fin al popurrí, me pide el sujeto, festivo, “la de dos pasos palante”. Hasta aquí llegamos. Ya está, contesté, al tiempo que reparé en que su hermano era ajeno a todo aquel tenderete nocturno, acaso mascullando en sueños la imbecilidad troyana o por qué no sumergieron por completo a Aquiles en la laguna Estigia y tuvieron que dejarle un talón sin tocar sus aguas.
Cambié de repertorio y entoné La Viudita. No falla: antes de que su novio repentino le pidiese a la viuda buscona un besito de su linda boca, mi auditorio bosteza, se acurruca boca abajo, busca mi mano y no vuelve a moverse. Tarareo un rato. Me levanto, entorno la puerta y me advierto en el pasillo derrotado. Entonces recuerdo este artículo sin escribir; enciendo el ordenador, que tarda una vida en estar operativo, me voy a la cocina, hago una cena exprés a la madre de aquellos sendos niños interesados en la mitología griega y en el repertorio parrandarero, regreso y comienzo a teclear, con pies ligeros.