Que nuevamente vuelvan a tirarse los trastos a la cabeza entre críticos y leales al aparato, esta vez por pactar con quien sea para echar a la derecha del poder o permitirle gobernar por ser la minoría mayoritaria del Congreso, aunque no consiga reunir los apoyos suficientes para ello, no es ninguna novedad. En esta ocasión, no se trata sólo de ansias de poder o del interés personal de quien aspira a ser presidente del Gobierno a cualquier precio. Es la definición de la estrategia política, en función de la “sensibilidad” dominante en este momento, lo que ha empujado a los críticos a la rebelión y, de momento, al control de la situación a través de una gestora, obligando a dimitir al actual secretario general, Pedro Sánchez, y desactivar todas sus iniciativas, tendentes a constituir una alternativa transversal de izquierdas, pausible mediante un pacto con Podemos y otras formaciones nacionalistas, que sustituya a Rajoy de la presidencia del Gobierno. Para ese sector crítico del partido, las cuentas no cuadraban y las facturas por el apoyo de las formaciones independentistas a una posible pero improbable investidura, resultaban inasumibles, por demasiado caras: permitir un referéndum segregacionista en Cataluña. Y se rebelaron, como es norma en el PSOE, con desgarros y dando el espectáculo.
Aquellos logros de la postguerra están consolidados y ya no sirven para atraer y seducir a los ciudadanos como reclamo electoral. Incluso la derecha económica y social los ha aceptado como imprescindibles (aunque sin reconocer que sean frutos históricos de la socialdemocracia, como la educación pública, la sanidad universal, las pensiones y hasta el novísimo derecho a la dependencia), pero intenta adecuarlos a los parámetros del neoliberalismo, que persigue sean “sostenibles” por sí mismos (mediante copagos y repagos por parte de los ciudadanos, aparte de con impuestos) o trasladando su provisión a la iniciativa privada, cuyo objetivo, como es sabido, es la rentabilidad, ganar dinero, no prestar un servicio público. Tan potente y eficaz ha sido este lavado de cerebro neoliberal que casi todo el mundo asume la necesidad de aplicar una “austeridad” que “pode” el Estado de Bienestar para hacerlo “sostenible”, aunque ello suponga más desigualdad entre los ciudadanos que no pueden costearse prestaciones y servicios. Poco a poco, pero de manera irreversible, nos han ido transmutado de usuarios a meros clientes, convencidos de que el Estado no puede satisfacer, porque no le corresponde, las necesidades básicas de la población de manera equitativa como solía. Una bandera de la socialdemocracia que ya no arrastra a nadie.
Por todo ello, el PSOE tantea tácticas y discursos con los que recuperar aquellas mayorías que lo aupaban al poder y le permitían gobernar. Son tácticas baldías, ya que el socialismo español no halla la fórmula para evitar la sangría de descontentos e indignados que le hizo perder millones de votos en las elecciones de 2011, que lo ha seguido desangrando en las de 2015 y en estas últimas de 2016, de las que se culpa a Pedro Sánchez, y que ahondan una escisión que viene de antiguo y precipita al PSOE a la irrelevancia, de continuar esa tendencia electoral y la indefinición ideológica.
El declive del PSOE viene de antiguo y es común a una ideología que se ha dejado ganar por los que no quieren pagar impuestos, están en contra de una fiscalidad progresiva que redistribuya la riqueza nacional y pretenden que los ciudadanos costeen de su bolsillo las necesidades básicas de educación, sanidad y pensiones, aunque vengan condenados desde el nacimiento a padecer carencia de oportunidades para poder afrontarlas. El declive del socialismo español no es cuestión de personas, sino de ideas, de esa falta de ideas y proyectos del que adolece un pensamiento que, desgraciadamente, ha renunciado a transformar la realidad y se ha dejado domesticar por el mercado. Y puesto que el mercado es dominante, la gente deja gobernar a los mercaderes con tal de que repartan algunas migajas a los pobres, que somos el resto.