Es como si el asesino se ocupara de pagar y celebrar el funeral de su víctima.
Si al pobre hombre, o a la pobre mujer, que, 1º, engañamos canallescamente haciéndole creer que esto, la puñetera vida, es jauja, que no hay más que extender nuestras ávidas manos para coger los frutos de unos árboles que no sólo no estaban prohibidos sino que se nos ofrecían generosamente, decía ése truhán de la peor de las especies que se fue a Sierra Nevada a esquiar en lo más alto de la tragedia del Prestige que si los obreros españoles compraban las viviendas más caras del mundo es porque ganaban el dinero suficiente para hacerlo, echándoles así el cebo envenenado para que gente que nunca podrá gozar de una bienaventuranza económica sostenible porque los ciclos económicos no sólo son inevitables sino incontenibles de manera que desde Egipto y sus faraones sabemos que a los siete años de abundancia siguen indefectiblemente lo siete años de escasez, no se hacía otra cosa que especular no sólo ya con la miseria más atroz de la pobre gente que parece que nunca va a comprender que no se puede confiar en lo que dicen esos canallescos trileros de la desolación y de la muerte.
Porque ahora no sólo no vamos a tener dinero para comprar comida, de manera que se forman ya colas organizadas ante los contenedores de la basura de los supermercados, más grandes aún que las que se constituyen dentro, sino que ni siquiera vamos a conservar aquellos cubículos que una propaganda absolutamente goebelsiana nos impulsó a comprar a cualquier precio como si los años de la abundancia se nos hubieran asegurado para siempre.
Y ellos sabían que no.
Porque han ido no sólo a los mejores colegios sino también a las mejores universidades, han seguido cursos de economía y de hacienda públicas con los mejores maestros, aquéllos que dominan la ciencia de Marx pero también de Hayek y de Freedman, de manera que saben lo que va a suceder con toda seguridad aunque ignoren con exactitud los canallescos tiempos porque, además, se han apalancado en los consejos de administración de las empresas que son realmente las dueñas del mundo.
De modo que la trampa estaba demasiado bien urdida para que unos infelices cuyos estudios superiores apenas si alcanzaron el catón, cayeran en ella y no sólo invirtieran en sus fraudulentos negocios lo que en ese concreto momento tenían sino todo lo que nunca podrían tener en el futuro.
Los que hemos estudiado un poco de Derechos conocemos, como no, el más cruel de todos los principios que rigen todos los ordenamientos jurídicos de un mundo que se autotitula civilizado, lo llamamos principio de la responsabilidad patrimonial universal que, traducido al lenguaje de la gente corriente, dice, más o menos, que del cumplimiento de sus obligaciones responde el deudor con todos sus bienes presentes y futuros. O sea que establece un nuevo modelo de esclavitud.
De manera que los canallas que dirigen nuestras jodidas vidas nos van enseñando la podrida zanahoria un par de palmos delante de nuestras narices y nos someten a la famosa tentación diabólica: esta apetecible hortaliza será tuya si de nuevo te arrodillas delante de mí y me adoras.
Es el cumplimiento al pie de la letra de la más asquerosa de todas las máximas que el hombre ha sido capaz de pensar: la esclavitud humana nunca volverá a ser justificada en las leyes, pero perdurará para siempre en cualquiera de los nuevos sistemas mediante el antes citado principio que no hace sino cumplir el axioma del diabólico Lampedusa: es preciso que todo cambie para que todo siga igual.
Es preciso quitarle a los esclavos sus grilletes de las piernas sólo para ponérselos en sus almas, diciéndoles que vayan alocadamente detrás de un becerro de oro que nunca será suyo, pues cada cosa que compren no será sino un eslabón insuperable en su nueva cadena.
Y para aquellos que adquieren, muy dramáticamente por cierto, la sabiduría necesaria para comprenderlo, no existe, no puede existir otra salida que el suicidio.