Seis propuestas (una novela corta y cinco cuentos) contenía el primer libro que Santiago Delgado dio a la imprenta, con este título, en el año 1981. Era el punto de arranque de una trayectoria que pronto se revelaría como profunda, diversa y dilatada. Y lo más sorprendente de este volumen inicial es que nuestro escritor no se presentaba ante el público con los titubeos de un narrador primerizo, sino que lo hacía con el vigor literario y la madurez estilística de un auténtico maestro. Sus ambientaciones históricas cubrían un arco temporal muy extenso, que iba desde la época de las factorías fenicias en la costa murciana (“El Delta”) hasta los colores impredecibles del futuro (“1994”); y sus protagonistas eran tan variados como un niño que ha de enfrentarse a la vida, un famoso cardenal de la iglesia católica, un monarca que abandona su patria, unos terroristas del porvenir, unos titanes de la aerostación y unos pobres seres a quienes la Historia y la insensatez de sus semejantes empujan al exilio. Calíbrese la temperatura literaria de un hombre que, en su primer trabajo, soslaya los titubeos de un autor en ciernes y se atreve a enfrentarse a ese cúmulo de retos psicológicos y narrativos.“El Delta” está protagonizado por Rode, un muchacho “débil, hijo de padres viejos, moreno y escuálido, de pelo rizado” (p.10), sobre el que gravita un destino no muy halagüeño, que Santiago Delgado perfila mediante unas líneas que combinan la lentitud divagatoria de sus períodos con la velocidad de la saeta que finalmente se clavará en el centro de la diana: “De poco sirve el hijo débil de padres viejos. Una boca más que no aporta brazos para empuñar gorguz ni falcata en el delta, y procurar así algunas monedas de Emporion que emplear en Arcilasis. Unos músculos que no soportan el peso de las piedras para construir la cerca del amo. Unas piernas que no conocen carrera y que tampoco sirven para sujetar caballos en los bosques de Tarsis. Un espíritu que sólo sirve para mirar estrellas y contemplar hormigas, acariciar cachorros y embobarse ante el vuelo de las mariposas. De poco sirve el hijo débil de padres viejos, salvo para ser vendido a cambio de una mula y algunos favores al recaudador de Arcilasis” (pp.13-14). Los dracmas de Emporion servirán para mitigar las penurias de la familia y, en cierto sentido, para silenciar cualquier susurro de arrepentimiento que pudiera brotar de la conciencia de los padres. Esta deliciosa novela de iniciación (pues en el fondo se trata de eso) está esmaltada de descripciones voluptuosas, sensoriales, donde los mil brotes de la vegetación, la generosidad de los colores, los detalles de la arquitectura y las esponjosas filigranas de los vestidos aparecen por doquier. Y lo hacen además con una prosa cuidada, atenta a la música de la frase, a la gimnasia sintáctica, que no solamente le hace bruñir con suma atención las estructurales oracionales, sino que también impulsa a Santiago Delgado a elegir con sumo deleite lírico los adjetivos, los sustantivos y los verbos de su relato. La narración “Settecento”, mucho más breve, nos lleva a lugares y épocas muy distintos. Viajamos hasta la primera parte el siglo XVIII y somos invitados a conocer la capital italiana. En concreto, se nos hace pasar a un hermoso gabinete dorado por la luz del atardecer. Allí se encuentra, alejado del ruido exterior, un anciano cardenal de procedencia granadina, Luis Antonio de Belluga y Moncada, protagonista de la narración.Y nuevamente cambiamos de época y de país. Nos encontramos a bordo de un tren. Es el día de San Silvestre de 1870 y un viajero se dirige a la ciudad de Murcia. No tendremos que esperar mucho para comprender que el anónimo viajero no es otro que el famoso duque de Aosta, el turinés Amadeo Fernando María de Saboya, hijo del rey Víctor Manuel II. Santiago Delgado manifiesta una franca simpatía por este monarca de rara elección, breve trayectoria en el cargo y estupenda voluntad de convertirse en un rey para todos. Las frases que pone en su mente, donde brillan la modernidad (“La Iglesia en su sitio y el Estado en el suyo, como corresponde a estos tiempos democráticos y constitucionales”) y el decidido ánimo de servicio (“España, cuánto bien te deseo”) así lo atestiguan.Y a continuación viene el más arriesgado cuento de la colección. Se titula “1994” y es un cuento futurista lleno de humor y resonancias nucleares.Mucho más interesante resulta “La carrera”, donde se nos narran todos los detalles de una competición aerostática impulsada por un cubano riquísimo que vive en Torrevieja (don León Fernández Cueto). Más que la carrera en sí, que se reduce muy pronto a la pugna entre el concursante germano y el inglés, llaman la atención otros detalles del relato. Uno de ellos es el atinado costumbrismo que se desprende de las páginas; otro, su fino sentido del humor. Llaman la atención en este cuento muchos detalles: el escrúpulo moroso con el que Santiago Delgado describe un ambiente festivo de finales del siglo XIX; el esfuerzo documental que lleva a cabo para describir todos los detalles técnicos de las maniobras que realizan los globos; o la adición de algunos episodios que, sin aportar nada a la trama principal, la colorean de costumbrismo, tragedia y ternura.
Para cerrar el tomo, Santiago eligió su relato “El puerto”, premiado y bien conocido entre sus primeras producciones. Se trata de una intersección de aristas y de una honda meditación sobre nuestro país, sus lacras, sus miedos, sus tristes perseguidos y sus errores. De un lado tenemos a un judío que, a finales del siglo XV, espera en el puerto de Cartagena el momento en que habrá de abandonar para siempre España, expulsado por la intolerancia y por el fanatismo. Pertenece a un pueblo “que llegó a esta apartada Sefarad antes que los mismos godos” (p.132) y al que ultrajan con la ignominia de una marca bermeja en sus ropas. De otro lado está —mucho más modernamente— el rey borbónico Alfonso XIII, al día siguiente de haber constatado con el conde de Romanones su derrota (abril de 1931), a punto de embarcarse hacia Marsella. Y de un tercer lado tenemos las 7800 cajas de oro que van a salir de España por orden del gobierno de la república, en dirección a los célebres sótanos del banco de Moscú (p.133). El puerto se convierte de esta forma en el alfa y omega de los destinos nacionales: un lugar de acceso, un lugar de salida. Una puerta para la esperanza y también para el fracaso. Un lienzo sobre el que se dibujan con las más terribles, dolorosas y lúcidas pinceladas el destino aciago de un país que se ha obstinado en errores lamentables, y lamentablemente repetidos. El primer libro de Santiago Delgado se cierra, pues, con la imagen de un puerto, que es siempre metáfora de expectativas, de infinitud, de horizontes sin límite. El autor nos estaba invitando a un largo viaje, que todavía prosigue.