El demonio de los celos

Por Orlando Tunnermann

Dice su boca torva que consiente cuando Belinda hace planes para salir, pero su mohín de disgusto no miente.
Tiene Miguel unos brazos hercúleos que cruza sobre un torso de gladiador, al tiempo que se entremete entre su esposa y la puerta. Su mirada es febril y rayana a la honda locura. Se posan sus ojos de hiena herida en el busto prominente de Belinda, apresado en un escote excesivo que se abstiene de esconder y retener y prefiere revelar.
Huele a perfume costoso, le recrimina, y su vestimenta ornamental parece diseñada para engrasar los licenciosos juegos del romance prohibido.
Belinda se ha quedado atorada en una falda de dimensiones liliputienses. Dice la “libertina” que el aspecto físico, cuanto más descollante más redituable de cara a futuras promociones en su trabajo. Se regodea la “libertina” exponiendo que el aspecto físico abre muchas puertas, y que la belleza, por tanto, no debe tener las puertas cerradas.
Le gusta exhibirse, continúa zahiriéndola, hasta quedar empalagada en coquetos y lagotería. Dice la “libertina” que se llama Andrés Bailén el gomoso petimetre con quien se ha citado esa misma noche para sellar un acuerdo que les reportará pingües beneficios económicos.
Miguel se sulfura, y por un momento deplora a su mujer. Miguel, sin conocerlo, ya aborrece al repuesto masculino que su mujer ha escogido como compañero nocturno a modo de recambio lucrativo.
Belinda no se lamenta, ni parece desmayada ante la perspectiva de pasar la noche junto a un desconocido que la devorará con la mirada, mientras ella rezuma erotismo acicalado para obtener de su rendido enamorado una firma con un garabato a pie de página de un contrato ganancial.