El desacuerdo y el insulto

Publicado el 07 diciembre 2014 por Eduardomoga
Hace bastantes años coincidí en una lectura colectiva con dos poetas catalanes, un hombre y una mujer. Yo también soy catalán, claro, pero escribo en castellano, y eso nos situaba en terrenos distintos. Las lenguas son territorios inmateriales, y los nuestros se superponían (y se siguen superponiendo, aún más que entonces), sin apenas comunicación. La lectura, que se celebraba en la Casa Asia de Barcelona, era de haikús, una modalidad de poemas que los tres habíamos practicado. En el coloquio posterior a la recitación, mis dos compañeros se enzarzaron, ya no recuerdo a cuenta de qué, en una agria discusión, que nos sorprendió a todos: a los demás poetas participantes y al público, que asistía estupefacto a sus bufidos y zarpazos. Era obvio que tenían cuentas pendientes y, más aún, que en el espacio literario que ocupaban -el de la poesía contemporánea en catalán- se criaban las mismas rencillas y se ejercían las misma mezquindades que en el de los poetas en castellano, o posiblemente más todavía, porque su pequeñez -quiero decir, la pequeñez de su dominio lingüístico y, por lo tanto, de sus posibilidades editoriales y de su público potencial- estimulaba las enemistades: había mayor roce y menos pastel que repartir, lo cual hacía que cada uno defendiera su exigua parcela de tarta con la ferocidad de un comanche. En el rifirrafe me llamó la atención tanto la sobriedad dialéctica del poeta como la inquina tabernaria de la poetisa. Aquella mujer era una verdulera del verso, como se había reflejado en los haikús que había leído, cuyo protagonista era un camionero, y también una verdulera en la vida, como acreditaba el debate con su colega (y que me perdonen las verduleras y los camioneros, entre los que hay personas de más finura intelectual que nuestra escribidora). Pero a mí no me afectaba aquella controversia -yo estaba allí como si fuera un poeta de Zambia- y me limité a escucharla, entre divertido y preocupado. Cuando la espiral de violencia en la que ambos se habían embarcado se hubo extinguido -el moderado zanjó abruptamente la cuestión, que amenazaba con degenerar en un enfrentamiento físico-, todos salimos, no sin alivio, de la sala, y yo me olvidé de ambos escritores. Hasta hace un año y medio, cuando recibí el encargo de hacer una antología de la poesía contemporánea en catalán. Entonces, leyendo y releyendo poemarios en ese idioma de los últimos 40 años, llegué a la conclusión de que aquel poeta discutidor de la lectura en Casa Asia -escritor culto y complejo, traductor inspirado- merecía estar en la selección. No así la poeta arrabalera de los haikus camioneriles, cuya obra no alcanzaba el nivel de Barrio Sésamo. Pese a ello, decidí citarla en el prólogo, junto a muchas otras poetas, porque el impulso que están dando las mujeres a la poesía actual en catalán, como fenómeno colectivo específico, me parece digno de mención, y ella, por mucho que me pesara, formaba parte de esa relación de autoras. El libro, Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán se publicó en el Fondo de Cultura Económica hace poco más de un mes, y, por lo que se ve, no le ha gustado nada a mi olvidada amiga. Ayer se tomó la molestia de enviarme un mensaje electrónico en el que manifestaba su repudio a la selección que había hecho. Lo llamativo de su correo no era que estuviera plagado de errores de puntuación y suciedades tipográficas -lo que denota un analfabetismo subyacente y una urgencia airada, es decir, irreflexiva, en la redacción-, sino que hubiese elegido el insulto para expresar su opinión. Junto a sus ordinarieces, la poeta indicaba que, de los 15 autores seleccionados, ella "salvaría, como mucho, a cuatro". No está mal, en realidad: es casi una tercera parte del trabajo. Sé de antologías, con muchos más autores, en las que yo no salvaría prácticamente a nadie. Pero esta camionera del verso lo consideraba un escándalo, aunque sin aportar razones: era una mierda, y no era necesario argumentar por qué. Era evidente que la única razón por la que despreciaba Medio siglo de oro era porque no la incluía a ella. Pero, si es muy humano que quienes vivimos de esto queramos estar en todos los ajos y sintamos que nuestra preterición de los catones y antologías es un atentado contra lo que nos constituye y nos justifica, no lo es tanto que expresemos nuestro disgusto con la injuria. La vanidad que nos lleva a creernos merecedores de todas las inclusiones y todos los reconocimientos debe equilibrarse con el pudor, con el sentido crítico y con la simplicísima consideración de que elegir a otros puede constituir, para el excluido, un error estético, pero que, si queremos que el debate de la cultura sea algo digno de seres inteligentes y no solo una pelea de gatos, no debería tenerse por un error moral. En caso contrario, seremos solo unos energúmenos: unos egos inflados hasta la explosión. La experiencia me dice que los peores poetas suelen ser también los menos pudorosos y los críticos más indulgentes consigo mismos. Si alguien se ofende, hasta el punto de prorrumpir en quejumbres o improperios, porque no lo hayan tenido en cuenta en una selección, lo único que cabe pensar es que se le ha excluido con justicia. Nuestro único deber como escritores es seguir escribiendo lo mejor que sepamos y podamos, y los reconocimientos, si han de llegar, llegarán. Y, si no llegan, nos quedará la satisfacción de haber ofrecido al mundo lo mejor de nosotros mismos, aunque el mundo no haya sabido apreciarlo. En cuanto a mi afrentosa interlocutora, que había sugerido que hiciera antologías de poesía bereber, le respondí que me parecía una idea muy interesante, y que en esa selección sí que la incluiría, porque sus versos encajarían muy bien: seguramente entonces, además, la antología le parecería estupenda. A lo que ella contestó con más insultos. Para los matones de las letras, ya no cabe sino el silencio. 

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