El desafío de celebrar donde crece la violencia

Por En Clave De África

(JCR)
Día de fiesta grande en la iglesia de Nuestra Señora de Fátima en Bangui. Unas dos mil personas ataviadas con sus mejore galas celebran el comienzo del nuevo ano pastoral, ocasión a la que han añadido la fiesta de San Daniel Comboni, fundador de los misioneros que sirven en esta parroquia. Empieza la misa a las siete de la mañana. Nada hacía presagiar que cuatro horas más tarde todo el mundo saldría de estampida.

Nueve sacerdotes presiden desde el altar, con el obispo de Mbaiki como celebrante principal. Acaba su homilía y durante media hora todos los miembros de los distintos grupos apostólicos desfilan bailando, cada cofradía tras su pancarta, llevando sus ofrendas variopintas, entre las que se cuentan gallinas y cabras. Después, durante el ofertorio, todos se levantan para ir a depositar su óbolo en las cestas dispuestas a tal efecto. Más tarde, tras la comunión, los nuevos cargos parroquiales realizan su promesa delante de todos. Así va transcurriendo la misa en el amplio patio de esta catedral natural bajo la sombra de los generosos árboles que albergan a los fieles. Al final, la gente se reparte en las distintas salas donde van a reunirse mientras otros preparan la comida para la fiesta.

Mientras tanto, apenas a unos doscientos metros de la iglesia, en uno de los barrios medio destruidos por las incursiones de milicias que asolaron esta zona a finales de 2015, tiene lugar otra escena harto distinta. Un grupo de jóvenes están reunidos a la sombra de un muro medio derruido fumando canutos de marihuana. De repente, aparecen dos policías armados de fusiles y requisan el bolso de uno de los chicos. Dentro encuentran balas de Kalashnikov, una cantidad nada despreciable de dinero y una granada de mano. El dueño del bolso se enfada y comienza un altercado que termina con la explosión de la granada, afortunadamente sin víctimas. La detonación se oye perfectamente en la vecina iglesia y para acabar de estropear las cosas dos de los agentes que velan por el orden a la entrada entran a toda prisa en su coche y, presa del pánico, arrancan a toda velocidad con peligro de llevarse por delante a algunas de las personas que acaban de salir de la parroquia. El resto de los fieles no se lo piensa dos veces y salen como alma que lleva el diablo de regreso a sus casas. Se acabó la fiesta.

No es para menos. Aún está muy fresco en el recuerdo de todos una tragedia que empezó de forma muy parecida el pasado 1 de mayo en la misma parroquia y que acabo con 26 muertos y más de un centenar de heridos. En aquella ocasión todo empezó cuando una patrulla de la policía centroafricana que se encontraba cerca de la iglesia, donde unas 3.000 personas celebraban la misa de San José, avistó un grupo de milicianos del vecino barrio musulmán que entraba en una tienda. Se acercaron a ellos y dispararon, hiriendo al cabecilla del grupo. Los chicos armados eran pocos y se retiraron a toda prisa. Pocos minutos estuvieron los policías cantando victoria. Los furiosos milicianos regresaron con refuerzos, armados hasta los dientes y dispuestos a todos. Con sana persiguieron a los cuatro polis hasta la iglesia. Allí se apostaron a la entrada mientras otros se subieron a los arboles situados detrás del muro. Dispararon a placer y lanzaron granadas mientras el patio se convirtió en un espantoso infierno de sangre, gritos y desesperación. Uno de los sacerdotes que concelebraba se contó entre los muertos. Apenas dos horas después Bangui era una olla en ebullición de protestas callejeras, venganzas contra musulmanes y disparos por doquier. El barrio musulmán se convirtió en un enclave aislado del que casi nadie pudo entrar ni salir durante varias semanas. La crisis duro por lo menos dos meses y en cierto modo aun no la hemos superado del todo.

La resiliencia es grande entre los centroafricanos y hoy Bangui ofrece un cierto aspecto de calma y normalidad, pero en las iglesias cercanas al barrio musulmán la gente sigue respirando miedo y durante los oficios religiosos de los domingos la fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU (conocida como MINUSCA) que está presente en la República Centroafricana tiene que asegurar la protección. Servidor de ustedes, desde mediados de mayo, acude todos los domingos a rezar a alguna de las iglesias alrededor de la zona conflictiva, donde además de encomendarse a Dios comprueba que el dispositivo de seguridad es el adecuado y, si es necesario, sirve de enlace entre las parroquias y los militares de la MINUSCA para asegurarse que todo marche como es debido. En el caso que describo en este post, que ocurrió el pasado 14 de octubre, eran ya las once de la mañana y me acababa de marchar a realizar otras tareas pensando que todo había transcurrido sin problemas.

Justo es decir que también está la otra parte de la historia: la de muchos musulmanes que, en Bangui, hoy no pueden rezar en sus mezquitas porque los vecinos de sus barrios, ávidos de venganza, las han destruido y apenas se atreven a sacar la cabeza de sus casas por miedo a represalias. En el año 2013 había en las zonas fuera del barrio musulmán unas 30 mezquitas, de las cuales ninguna hubo en la que quedo piedra sobre piedra. Tras muchos esfuerzos y mucha paciencia, el año pasado había ya diez que estaban medio reconstruidas y la capital empezaba a ofrecer una cierta normalidad, con varios barrios donde los viernes los seguidores del Islam podían rezar sin problemas. Tras la matanza del 1 de mayo volvimos otra vez a la casilla cero, y hoy solo hay tres mezquitas donde los musulmanes pueden acudir sin miedo… pero también en el caso de ellos con protección militar de la MINUSCA.

Para mí, la preparación de la misa dominical comienza los jueves con un ritual un tanto especial: me reúno con el jefe militar de la MINUSCA en la capital y compruebo que ha puesto en marcha el dispositivo de seguridad para las iglesias. Después, el domingo, llego media hora antes de la misa y veo que esta todo en orden. Saludo a los curas antes de la celebración para preguntarles si tiene alguna preocupación. Y durante las lecturas, el ofertorio, el prefacio y el resto de la eucaristía, no quito el ojo a las tanquetas blancas.

Y mientras miro a las caras de la gente que alzan las manos y alaban a Dios, con una mezcla de alegría espiritual y de miedo a lo que pueda pasar, siento una enorme pena al pensar que ni rezar en paz dejen a la pobre gente en sus iglesias. Gente que ha perdido todo y para los que ir a la iglesia puede que sea el único consuelo que tienen durante la semana.

P.S. Después de un ano de silencio vuelvo a retomar este blog. Espero actualizarlo regularmente para contar muchas cosas sobre este continente donde llevo ya casi tres décadas de trabajo.