El desenlace (I): resurrecciones y amenazas de muerte

Publicado el 18 julio 2016 por Eowyndecamelot

Los subterráneos del castillo de Tortosa, donde se desarrolla esta escena.

(viene de) Amigas y amigos lectores, vosotros me conocéis. Sabéis perfectamente que soy la persona menos paranormal que existe. Si cuando viajo al siglo XXI le echo una ojeada al Cuarto Milenio ése, lo hago con el mismo afán lúdico-ficcional con que otros ven una serie o un programa de humor. Y también es ideal si andas un poco desvelada, claro… Vamos, que no me creo nada. Por no creer, no creo ni en la prensa del régimen (que como a realidad alternativa no la gana nadie). ¿Cómo, entonces, iba a creer en dioses, reyes, tribunos ni fantasmas? Y, sin embargo, el testimonio de mis sentidos obraba en mi contra: ahí mismo, delante de mis narices, vivito y coleando (o, mejor dicho, muertito y coleando), tenía al difunto a quien llevaba más de un año llorando. ¿Qué podía hacer al respecto? Como no tenía ni pajolera idea, decidí recurrir a lo que dicta la tradición.

-Arredro vayas, oh espíritu cabreado. Siento no haber cumplido contigo con las obligaciones que prescribe la cristiana religión. Pero bien conoces mi falta de fe, por lo que bástete el hecho de que, como pensaba que tu último hogar era la tierra, es a ella a la que he honrado en cada uno de mis pasos por este mundo. Aunque, si es importante para ti y así puedo garantizar tu reposo eterno, y de paso el mío, pues rezaré al santo que más te guste, no dudes que lo haré. Y ahora ve, descansa en paz y deja de atormentar a esta pobre mercenaria. Aunque no puedo negar que me alegra haber tenido la oportunidad de despedirme, permíteme que guarde de ti el recuerdo de lo que fuiste, y no la tétrica imagen corrompida y agusanada que seguro que no tardarás en mostrarme, como se ve en todas las películas: aunque no lo parezca, soy muy sensible.

Pero estas palabras, que tenían como objetivo aplacar al espectro, no parecieron surtir el efecto deseado.

-Eowyn, ¿se puede saber qué diablos te pasa? ¿Quieres hacer el favor de hablar razonablemente? ¿Es que no has escuchado ninguna de las palabras que te he dirigido? –el aparecido dio dos paso hacia delante, me agarró de las muñecas con algo de brusquedad y apretó mis manos contra la coraza de cuero que cubría su pecho. Y cuál no sería mi sorpresa al notar allá detrás el calor de un cuerpo vivo (y bastante en forma, añadiría) y el latido acompasado de un corazón sanísimo. Tarde varios instantes en recuperar el dominio de mí misma.

-Esto no puede estar pasando –acerté a decir. No. La vida no solía hacerme esos regalos; es más, intenta siempre joderme en todo lo que puede. ¡Era imposible! ¡Los muertos nunca vuelven!

Ahora sí,  el fantasma, que al parecer ya no era tan fantasma, moderó su genio, y su voz sonó en aquel momento casi afable.

-Nunca he estado muerto, Eowyn. Nunca. Alguien te ha engañado muy cruelmente, y ambos sabemos quién es.

Desde luego. Aquel era un caso de libro de manipulación informativa. Hacer parecer a Cuba y a Venezuela como espantosas dictaduras y a México como un país superdemocrático donde las desapariciones forzadas y los asesinatos de Estado son un hecho aislado y sin importancia  tenía apenas mérito en comparación. Yo guardé unos instantes de silencio para adaptarme a la nueva situación: estaba tan poco acostumbrada a las alegrías que me las tomaba como anuncios de mayores desgracias. Pero al fin, hablé.

-Bienvenido de nuevo al mundo, Guillaume.

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Godofredo, el improvisado médico, ayudado por uno de los miembros del pequeño ejército que decía estar en posesión de unas hierbas ideales para esos menesteres, curó la herida del comandante del mismo. Inmediatamente después de finalizar, el susodicho quiso levantarse y, apoyándose en sus soldados, lo consiguió.

-A los caballos. Ya nos hemos retrasado bastante.

El resto de los hombres le obedeció sin tardanza; de hecho, parecían estar esperando aquel desenlace. Sólo uno de ellos, el que parecía funcionar como segundo de a bordo, se le acercó, dubitativo.

-¿De verdad creéis que es prudente? Tal vez deberíais quedaros al cuidado de este buen compadre y su esposa.

El aludido miró largamente a su interlocutor, y al final le puso una mano en el hombro con aire paternal.

-Dejemos ya el tema. Sabes que tengo que ir. Y por Santa María, deja ya de hablarme con tanta ceremonia.

Godofredo observó atónito cómo el pequeño ejército se ponía en marcha de nuevo. Meneó la cabeza, incrédulo, mientras su mujer trataba de animarlo y confirmarle que no creía que se hubiera equivocado en su diagnóstico.

-Esta gente tiene aspecto de ser veterana en la lucha contra los moros –dijo, con aires de experta en política internacional medieval-. No son como nosotros.

Godofredo no podía estar más de acuerdo. Aquellos hombres eran guerreros. Gente que vivía más entre la muerte que en la vida, que no entendía la vida sin la muerte. Personas que no luchaban por necesidad, sino casi por placer, que ocupaban los veranos en hacer incursiones por tierras de infieles en lugar de gozar del codiciado buen tiempo, que disfrutaban con la desfiguración y la podredumbre como otros disfrutan de la cama y la mesa, que debían de imaginar que les pertenecían todos los bienes que pudieran saquear y todas las mujeres a las que pudieran violar. Godofredo tenía claro que todo el mundo (todo el mundo pobre, por lo menos) en algún momento de su vida estarían obligados a hacer o sufrir la guerra. Pero que la buscaran, era otra cosa. La guerra, siempre había creído Godofredo, era una herramienta muy útil para las ambiciones de nobles y ricos, sobre todo porque nunca se manchaban las manos demasiado con ella, sólo si podían sacar algún provecho aunque sólo fuera dar rienda suelta a su crueldad genética. La religión, la tierra natal, nunca eran más que una simple excusa. Mentiras y mentiras por parte de cualquier bando. La única verdad eran los muertos.

-No, no son como nosotros –asintió Godofredo-. Y ya has visto los peligrosos que pueden ser. Pero ahora más nos vale no separarnos de ellos: gracias a los cielos nos consideran amigos y no quisiera tener otro encuentro como el que acabamos de sufrir, ahora que nuestros compañeros han cometido la estupidez de marcharse. Volvamos a Tortosa. Aunque –añadió, después de pasarse unos instantes mirando al cielo, intentando calcular la hora por la posición del sol- a estas alturas no creo que lleguemos a tiempo para lo que sea que ellos quieran evitar.

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Como yo soy una chica práctica, pasado el desconcierto inicial y la posterior alegría del reencuentro, no tardé en tomar conciencia de la situación en la que nos hallábamos. Así que dejé lo que estaba haciendo e interrumpí a mi súbito salvador llegado de las tinieblas, que estaba dispuesto a relatarme, con pelos y señales y numerosas digresiones, la historia de su salida del Averno.

-Guillaume, obviamente todo lo que piensas contarme me parece terriblemente interesante, pero ¿qué tal si comenzáramos a idear un plan para salir de aquí? No me seduce la idea de esconderme, y no porque sea la persona más arrojada del mundo, sino porque este lugar carece de las condiciones higiénicas más primarias y, lo que aún es peor, su provisión de papeo es mínima. No quiero morirme de inanición ni coger la lepra, al menos antes de acabar la misión personal con la que vine aquí –al acordarme, fruncí el ceño y crucé los brazos con tanta fuerza que estuve a punto de ahogarme a mí misma. Mi frustración era tan inmensa que casi no podía sentirla. ¡Tantos meses esperando, dando forma a mi venganza, perdiendo, básicamente, un tiempo vital que podía haber dedicado a otros menesteres mucho más útiles para mi vida profesional y, de pronto, el fracaso más absoluto, uno más que añadir a mi ya larga carrera! Era yo más ingenua, o directamente más idiota, que un militante de IU seducido por las ínfulas de los adalides de la nueva política de Podemos que se encuentra el día después del 26J compuesto, teniendo que hacerse amigo de Zapatero, la UE y Obama, y con el PP ganador. Si no fuera porque el hecho de que Guillaume continuara vivo había calmado algo mi ira, me habría dado de cabezazos contra las paredes.

Él me dio unos golpecitos en el hombro para tranquilizarme.

-No te preocupes. Todo está relacionado, nuestra salvación y la historia de mis aventuras desde la tumba. Y tenemos algo de tiempo todavía, o eso calculo. Puedo contarte la historia, a la espera de que llegue la ayuda que no ha de tardar en arribar. Aunque… la verdad… -miró a su alrededor, algo apurado.

-¿Qué? –le insté a seguir, impaciente.

Se tomó unos instante para contestar.

-Nada. Que ya deberían de estar aquí.

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Varios carros cargados hasta que sus ruedas se hundían casi en el centro de la Tierra, y a los que sólo la potencia de las poderosas acémilas que los arrastraban podía evitar que se quedaran atrapados en el barro, desfilaban por el camino real que llegaba desde Castilla. Los vehículos eran sin duda el sueño encarnado de cualquier siervo de la gleba y el objetivo perfecto de un salteador de caminos, y es que la desigualdad medieval sólo halló su parangón en el siglo XXI español: las riquezas acumuladas en ellos, ya fueran en términos de sedas, brocados, pieles, perfumes, joyas y afeites varios, ya en sabrosísimas viandas, ya en muebles que se podían haber presentado en la Feria de Milán medieval dentro de la sección Luxe a Tuttipieni, amenazaban con desbordarse, hecho que unido a la vertiginosa velocidad que imprimían sus conductores a las normalmente tranquilas bestias, a base de latigazos, no auguraba nada bueno para la estabilidad del conjunto; parecía la comitiva de un Pujol cualquiera huyendo hacia Andorra, un Bárcenas prerrevolución industrial volando hacia Suiza, o un actorzuelo de camino a Panamá y dispuesto a echarle la culpa a los judíos, los sarracenos o alguna útil ETA contemporánea. Pero si sorprendía la velocidad de la carga, custodiada por amenazadores guardias, aún más lo hacía la de las dos elegantes damas que cabalgaban en raudos palafrenes casi media legua adelantadas a sus pertenencias, con una compañía de guardias aún más aviesos que los anteriores. Una de ellas era alta y esbelta, con el cabello de un brillante azabache, los ojos de un nítido azul marítimo y una belleza realmente deslumbradora; sin embargo, un detalle indeterminado en su rostro hacía que una minoría de espectadores sensibles retrocedieran al verla, quizá no tanto porque sugiriera maldad como una especie de vacío. La otra, a todas luces una subordinada aunque de alta categoría, era más menuda y su cara, de facciones regulares e incluso atractivas, parecía dominada por emociones e intenciones cambiantes, de modo que en ocasiones parecía una cándida joven y otra un monstruo de rasgos desfigurados por la decepción y la rabia. Un tronco atravesado en el camino hizo que la comitiva refrenara sus monturas con no poco esfuerzo, intervalo que la mujer más pequeña aprovechó para dirigirse a la otra.

-Señora, entiendo vuestra urgencia, pero tal vez deberíais reprimir algo vuestra loca carrera. Pensad que es importante que lleguéis, sí, pero viva.

La aludida hizo un gesto despreciativo hacia su fiel dama de honor y, sin dignarse a responder, hizo a su caballo saltar ágilmente sobre el obstáculo y continuó galopando, sin esperar que su escolta la siguiera. Apreciaba a Juana lo suficiente, pero desde que había recibido, tarde y mal, la información de su espía sobre qué templario de sus desvelos iba a estar aquella noche en un lugar donde, si debía de fiarse de ella, se preparaba una buena fiesta, su único pensamiento había sido llegar allí a tiempo antes de perderlo por segunda y definitiva vez.

Y todo ello sin contar que los dos mendigos borrachos que había tenido la imprudencia de contratar debido a que les unía la misma enemiga, se habían escapado antes de saber a quién tenían que matar y a quién no.