Wadi Rum, que también es conocido como el Valle de la Luna, ofrece paisajes increíbles de arena rojiza y montañas rocosas, donde la luz del sol va dotando, conforme pasan las horas del día, a sus perfiles rocosos de unos colores espectaculares.
En estas tierras viven los beduinos desde tiempos ancestrales, cuando el desierto jordano y de Arabia Saudí eran lo mismo y no existían unas fronteras que hoy en día separan a las familias que en su día tuvieron que elegir en qué lado quedarse.
Los beduinos, que tienen un pueblo a la entrada del desierto (aunque suene un poco extraño, si que existe una entrada, y hay que pagar y todo para entrar), son los encargados de gestionar este lugar –excursiones, paseos en jeep, zonas de acampadas, etc-, algo que hace que lo antiguo y lo moderno se den la mano en este lugar.
Así, la escena de un beduino vestido con la chilaba y tocado con la “hatta” jordana (pañuelo rojo y blanco jordano) que bebe té al lado de una hoguera mientras con una mano maneja un teléfono móvil y con la otra un ordenador portátil no deja de ser cuanto menos curiosa.
Eso sí, todos ellos siguen haciendo gala de su proverbial hospitalidad, y nadie que pise estas tierras se habrá ido con una queja acerca del cómo le trataron aquí.
En fin, que un lugar especial donde los haya en todo Jordania, por sus gentes, sus paisajes, su historia –que como no, incluye a Lawrence de Arabia, que pesao el tío- y por sus noches en las que el manto de estrellas que cubre por completo el cielo te deja alucinado por la cantidad de las mismas y su nitidez.
En este increíble rincón hemos disfrutado de muy buenos momentos (y esperemos que alguno más). A cincuenta kilómetros se encuentra Aqaba, donde se pueden ver unos peces y unos corales que quitan el hipo, pero eso para otro día.