En el prólogo de la novela El traductor de Salvador Benesdra, que comenté hace dos semanas, Elvio E. Gandolfo escribía: “Algo parecido me había pasado con la otra gran novela argentina post años cincuenta: El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza, otro suicida”. Ésta era la primera noticia que tenía de este autor y de esta novela. Se lo comenté a mi amigo Federico Guzmán, y me dijo que él la tenía en su casa y que me la podía dejar. Me pareció interesante leer seguidas estas dos novelas argentinas de los 90 que al final se encuentran en una extraña tierra de nadie: son libros estupendos, profundamente literarios, que no acaban de alcanzar la condición de clásicos modernos porque existen pocos lectores y referentes de ellos. Como ya comenté la semana pasada, al final no leí las dos novelas seguidas: me permití el intermedio de los poemas de Miguel d’Ors.
Es curioso que las que parecen ser las dos novelas más importantes de la Argentina de los años 90 (con el permiso de Juan José Saer, añadiría yo) estén escritas por dos personas con tantos aspectos en común: Salvador Benesdra y Jorge Baron Biza (Buenos Aires, 1942 - Córdoba, 2001). El traductor y El desierto y su semilla son las únicas novelas que escribieron y ambos las presentaron al premio Planeta (ese pésimo descubridor de talentos literarios); no ganaron y ellos o sus familias tuvieron que pagar la edición (o al menos una parte). Además, el contenido de ambos libros es fuertemente autobiográfico y los dos autores murieron suicidándose de la misma forma, tirándose desde la terraza de un edificio: Benesdra de un décimo en 1996 y Baron Biza de un duodécimo en 2001.
El desierto y su semilla recrea un hecho traumático de la vida de un joven Mario Gageac, alter ego de Baron Biza. El padre de Mario (Arón en la ficción) arrojó un vaso de ácido a la cara de su madre (Eligia en la ficción) cuando estaban reunidos con los abogados de la familia, a requerimiento de la madre, para después de años de intentarlo poder consumar el divorcio que la madre deseaba del padre. El padre arroja el ácido a la cara de la madre delante del joven Mario. Después el padre se encierra en su cuarto y se pega un tiro en la sien, mientras Mario toma un coche para conducir a su madre al hospital. Así empieza la novela: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz”.
Mario, desde algún momento de los años 80, recrea este hecho que tuvo lugar en 1964, cuando él contaba con veintidós años; es decir, la misma edad que tenía Baron Biza cuando ocurrió lo narrado. La familia Baron Biza pertenece a la clase alta argentina, igual que la de Mario Gageac. Arón, el padre, ha sido político y ha estado en la cárcel por sostener sus convicciones. Eligia, la madre, ha sido una alta funcionaria del ministerio de educación, bajo el mando de Eva Perón, a quien admira (y a quien no se menciona nunca con su nombre, igual que al resto de políticos y dictadores de los que se habla en la novela).
Lo más recomendable para poder reconstruir el rostro de Eligia es su viaje a Italia, a la ciudad de Milán, para ser tratada por un experto cirujano, el profesor Calcaterra. En la clínica de Milán permanecerán Eligia y Mario (el menor de los hermanos, que será el encargado de cuidar a la madre) cerca de dos años. Gran parte de la novela transcurre en Milán, en dos escenarios principales: la clínica, donde Mario atiende a su madre y trata con doctores y enfermeras; y los bares de la ciudad (principalmente un pequeño bar cercano a la clínica), donde Mario se abandona a su autodestructiva afición por el alcohol y se relaciona principalmente con la joven prostituta Dina. “Vivía en dos esferas –la que giraba en torno de Eligia y la que giraba en torno de Dina–, muy próximas en el espacio y el tiempo, pero aisladas entre sí. La de la noche estaba –según creía entonces– separada de todo proyecto que se vinculase con mi vida. Sabía que la esfera de las heridas de Eligia me ataba para siempre. Lo de Dina, en cambio, yo lo constituía de manera que a ella y lo que la rodeaba pudiera hacerlo desaparecer en cualquier momento”, afirma el narrador en la página 173.
Si el estilo de Salvador Benesdra en El traductor era torrencial y discursivo, el propio de un lector de filosofía, como ya apunté, el estilo de El desierto y su semilla es más lírico, más sutil que vehemente y se recrea más en la descripción física de los objetos (o personas o partes de personas) observados. Quizás en algún momento puede llegar a resultar un tanto morboso al percatarnos de la fascinación que Mario siente por la reconstrucción de la cara de su madre, de los cambios de tonalidades de la carne y los injertos. Una poética de la enfermedad que me ha llevado a pensar en más de una ocasión en el estilo barroco y celebrativo de la proximidad de la muerte que exhibe el gran escritor siciliano Gesualdo Bufalino en su novela La perorata del apestado, potente obra de los años 80, con la que siento emparentada El desierto y su semilla. Esta relación entre Baron Biza y Bufalino tiene que ver con un claro elemento, además del estilo barroco y bello: el deseo de desacralizar la enfermedad y la muerte, la idea de convertir en comedia bufa un sanatorio. Baron Biza usa al menos un recurso burlesco en su narración: los discursos de los italianos, o los textos escritos en otros idiomas, están reflejados en el libro con una traducción literal al español; lo que convierte, por ejemplo, al profesor Calcaterra en un personaje de opereta.
En más de una ocasión el lector querría agitar a Mario por los hombros y hacerle reflexionar sobre su pulsión autodestructiva, hacerle alejarse de la idea de que él es la semilla del desierto que siente que ha sido su padre: “La idea de que lo caótico es más tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Arón espiritual como a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era bajo la misma condición que tiene en la naturaleza: involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas” (pág. 35).
Además, la novela reproduce algunos de los textos que Mario le lee a Eligia: textos políticos, en muchos casos (escritos por Arón, incluso) que nos acercan a la historia convulsa de Argentina. En la página 105 se reproduce la crónica de una batalla que nos remite a los relatos de Jorge Luis Borges; y aquí Baron Biza parece realizar un homenaje paródico al padre literario después de haberlo hecho con el padre real.
Entre las dos novelas comentadas del 90 argentino, yo prefiero El traductor de Salvador Benesdra; pero siempre considerando que hablamos de dos libros de un nivel muy alto y que El desierto y su semilla es una novela lírica muy bellamente escrita, que no puede dejar indiferente a ningún lector; por el contrario, lo narrado revuelve y golpea con intensidad al lector y éste tendrá que ser el que decida si le interesa acercarse a esta enfermiza y poderosa novela.
La editorial 451 cerró. Si usted es un lector español del blog y le interesa esta novela está de enhorabuena: la editorial argentina Eterna Cadencia la acaba de reeditar y espero que, como está ocurriendo con El traductor, se vean sus ejemplares por nuestras librerías.