El destello de un recuerdo, 20 años después

Por Daniel Rubio @DanielRubioM
Por Daniel Rubio, basado en el original de María Gladis Ossa Velásquez

El destello de un recuerdo, 20 años después.
Un recuerdo es algo ignífugo, algo inmaterial que parece no existir hasta que regresa. Entonces se convierte en algo palpable, que existe, que se vive y que, en muchas ocasiones, te amarga la existencia. David apoyó la frente en el volante de su coche. Cerró los ojos e intentó recordar cómo era su hermana hace veinte años. Había pensado tanto en sus hermanos que ahora los recuerdos titilaban inocentes por su cabeza como una gota de agua que agita el vaso al caer. No la veía desde el nefasto día en que su madre murió de sobredosis. El recuerdo permanecía doloroso en su interior. Después de aquello, intentó olvidarlo todo, pero su mano desfigurada lo devolvía a la realidad y lo conducía a aquel día en el que cayó preso del pánico, la ira y la impotencia al ver a su madre terminar con su existencia, dejando tras de sí tres vidas inocentes. Recordó que empezó a golpearla como un loco hasta que su pequeña mano se hinchó por el daño en las articulaciones. Aunque le daba miedo admitirlo, él creía que su mano inútil fue un castigo por haber golpeado con tanta rabia a su difunta madre. A pesar de que habían pasado muchos años, aún permanecía nítido el recuerdo de todo lo que sobrevino aquella noche. Recordó que dejó a sus hermanos en el piso e intentó pedir ayuda en la calle a todo el que pasaba por allí, encontrando negativas huidizas hasta que se topó con el coche patrulla. Durante los últimos veinte años había intentado averiguar qué es lo que había sucedido con sus hermanos, pues tan solo sabía que la policía se los llevó del piso aquella misma noche. Él huyó de allí antes de que los sorprendidos policías hicieran el amago de cogerlo para llevarlo junto a sus hermanos. Aquella noche, David corrió hasta quedar exhausto en un descampado cercano a la Avenida de la Plata, donde hizo noche hasta el día siguiente. Estuvo recorriendo durante varios días las calles de una Valencia gris por aquellos años. Comía cuando robaba alguna cosita por ahí y dormía donde veía conveniente, en lugares poco transitados, evitando ser visto. Hasta que un día, conoció a Isabel. Recordó cómo la mujer llevaba días observándolo y cómo él, huidizo, intentaba evitar aquella extraña mirada. De todos modos, aquella mujer hacía que la supervivencia en las calles fuera más fácil, pues siempre le dejaba algo de comida cerca. Una tarde en la que David examinaba los bollos que había podido robar en una panadería, Isabel se acercó sigilosa por su espalda y le puso una mano en el hombro. El calor que sintió David en aquella mano era todo el amor que no había encontrado en su corta existencia. —¿Qué haces por aquí, muchacho? —Nada. —¿Y tus padres? —No tengo. Isabel lo miró con el rostro contraído por la tristeza. Sabía que la decisión que estaba a punto de tomar quizá le traía algún que otro inconveniente, pero no soportaba la idea de dejar allí a un muchacho que apenas levantaba medio palmo del suelo. ¡Por Dios, que no podía hacerlo! Lo llevó a su casa y le preparó una habitación en la que solo había una cama y un escritorio. David, en cuanto vio la cama, después de varios días por ahí, pernoctando donde podía, la cogió con gusto y durmió hasta el día siguiente de un tirón. Isabel, con el paso del tiempo y por recomendación de sus más inmediatos, realizó los trámites para acoger al niño. Con el paso de los años, David se mostraba cada vez más inquieto. Su conciencia lo torturaba prácticamente todos los días, hasta el punto de que, como no podía concentrarse en los estudios, acabó dejando el bachiller a medias y pasó a buscar trabajo. A Isabel no le parecía bien, pero poco podía hacer para que cambiase de idea. Durante la comida, cada vez con más asiduidad, David comentaba cosas acerca de sus hermanos. Nada en específico: lo suficiente como para dejar entrever cuánto los echaba de menos. El joven sabía que la mujer le había dado todo cuanto podía, pero lo que nunca pudo imaginar es cómo Isabel, con esfuerzo y empeño, trataba de hallar una fórmula para sanar su herida. Jamás creyó que una extraña, que se sentía más que satisfecha con solo tenerlo cerca, pudiese hacer tanto bien. David se revolvía incómodo en el asiento del coche. Recordó que hoy cumplía veintinueve años y que tal día como hoy, hace seis años, Isabel y su sobrina Alicia, la mujer con la que hoy comparte su vida, emprendieron su negocio de lavandería. Desde ese día, siempre celebran que el destino los haya unido de esa forma y cierran el negocio durante unas horas para salir a comer por ahí. Por eso, no entendía el empeño que tenían las dos en mandarlo a un servicio urgente. Estaba cabreado, pero esa cara que ambas mostraban, como de satisfacción, esa mirada brillante con que le habían pedido que cumpliera el encargo, no le permitía enfadarse con sinceridad, aunque le molestaba. Sacó el libro de albaranes para comprobar que estaba en la dirección correcta. Seguidamente, salió del coche para dirigirse a la vivienda y tomar nota del trabajo que tenían que hacer. Buscó un timbre al que llamar, pero no había. Miró a los lados y pudo ver que, en un escaso jardín, había juguetes esparcidos. Le pareció bonita la idea de ser padre, pero Alicia no podía quedarse embarazada. Se volvió hacia la puerta y tocó el picaporte que colgaba de ella. Tocó demasiado flojo y ni un sonido en el interior daba señales de vida. Golpeó con más fuerza y, entonces, pasos alegres y juguetones corrieron hacia la puerta. —¡Ya voy yo! ¡Ya voy yo, mamá! La puerta se abrió tímidamente y, tras ella, asomaba el rostro angelical de una niña preciosa. Tenía el pelo rubio y liso, los mofletes sonrosados y una sonrisa inocente en la boca que provocó un hormigueo extraño en David. «Esos ojos…», pensó un instante antes de que una mujer abriera la puerta del todo. —Hola —dijo la mujer. David la miró fijamente. El hormigueo fue en aumento a la par que sus ojos se inundaban de lágrimas cristalinas que recorrían su rostro con una lentitud pasmosa. La mujer lo acompañó tapándose el rostro. La niña miraba a ambos sorprendida porque no comprendía qué estaba sucediendo. Después, Gema rompió en un llanto profundo y angustiado. David se colocó frente a ella, agarrándola por los hombros y abrazándola como siempre había deseado. Tras pedirle perdón entre llantos, preguntó por su hermano, pero la respuesta que recibió empañó la alegría que estaba viviendo. Francisco había muerto, al poco tiempo de haber sido separados, a causa de un fallo cardíaco producido por las drogas que su madre había consumido durante el embarazo. Sin embargo, había recuperado parte de su vida.
Nota: Toda historia merece un final feliz o casi feliz. Quiero darle las gracias a María Gladis por haberme mandado el texto original para que pudiera adaptarlo a la historia que, según ella, la motivó a escribirla. MIL GRACIAS, MARÍA.
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