Baltimore Ravens (20) vs New England Patriots (23)
Durante toda la semana he estado convencido de que si los Ravens querían jugar el próximo cinco de febrero, necesitarían algo más que una defensa dominante y ese juego de carrera, bazas que -por otra parte y siendo sinceros-, tampoco han rendido en estos playoffs al mismo nivel que durante la temporada regular. Día sí, día también he pensado que la clave del triunfo de los de Baltimore tenía que pasar por Joe Flacco, ese quarterback gris, limitado en su juego por su propio coach y aparentemente carente de cualquier espíritu combativo. Si John Harbaugh era capaz de sorprender a Belichick con su juego de pase, tendrían la victoria en el bolsillo. Ningún guión contemplaba semejante circunstancia. Y en parte sucedió así. El Flacco que vimos ayer es el Flacco que tantas veces hemos querido contemplar durante muchas temporadas enteras. Un líder en el campo, un individuo capaz de hallar sus receptores aún cuando el blitz está a punto de caer sobre él, un sujeto que asume riesgos pero controlados tanto por su perícia como por su lectura de las defensas. Flacco lanzó cuando debía, protegió el balón encajando hits y sacks, y cuando no había ninguna otra salida, corrió en su justa medida. Boldin puso las yardas de recepción, Torrey Smith y Dennis Pitta, los touchdowns y Pollard, Lewis, Webb o Reed se ocuparon de mantener a raya el poderío ofensivo de los de New England, no con la superioridad que debían, es cierto, pero suficiente como para mantener a los Ravens a un paso de la sorpresa.
Sin embargo, no bastó. En el lado opuesto del terreno de juego, Bill Belichick vociferaba a su defensa, a su ataque, a sus ayudantes y hasta por el intercomunicador. Sorpresivamente la defensa local se imponía en la trinchera y llegaba hasta Flacco pero éste les superaba con sus pases castigando la cobertura de los Patriots. El ataque de New England, parcialmente desactivado, modificaba su playcalling habitual para sostenerse en el juego de carrera de Green-Ellis. El uso y abuso de los dos tight ends, Gronkowski & Hernandez, acabaron liderando la ofensiva, tanto en yardas como en recepciones. Los Patriots achicaban agua arrastrados en una situación de partido que lo es resultaba habitual pero, deteniendo el ataque rival justo en el límite del pánico, superando con su línea a los contrarios, seguían a flote con lo que Bill definiría perfectamente tras el partido, con "dureza mental".
Sí, estábamos ante un partido equilibrado, denso, de esos en los que queda poco margen para el espectáculo si limitamos ese concepto únicamente a los bigplays del juego aéreo tan conocido esta temporada. Por un momento pareció que el destino se escribiría en el extra time, al modo americano, inmisericorde. Nadie pensó que este deporte, como tantas otras facetas de la vida, sigue dependiendo de los detalles, por insignificantes que puedan parecer, y que, tras la vacilación, se esconde la catástrofe.
Scott Norwood decidió enfundarse, por un instante -maldito momento pensarán en Baltimore- la camiseta de los Ravens y reaparecer ayer en el Gillette Stadium. Bill Cundiff "solo" tenía que transformar un field goal de treinta y dos yardas, forzar el extra time y aumentar el temor al "y sí..." que empezaba a recorrer las gradas locales. Pero un golpeo mal dado hizo que el ovoide se perdiera a la izquierda de los palos, certificando el pase de los Patriots a la Super Bowl de Indianapolis. Eso fue todo, tan simple como cruel. El destino como profeta.
New York Giants (20) vs San Francisco 49ers (17)
En el otro extremo del país, otro detalle definió el segundo finalista. Hay algo misterioso, fascinante y, a la vez, de extrema belleza en el desastre humano. Imposible saber de antemano quien será su próxima víctima. Héroes inmortales en la victoria pero totalmente indefensos ante la debacle. Y en la mayoría de ocasiones, ni siquiera los propios protagonistas pueden hacer nada por evitar su destino. Cuatro horas de intenso juego no bastaron para dirimir si debían ser los Giants o los 49ers quienes merecían luchar por el Vince Lombardi. Y en solo unas décimas de segundo quedó marcada, para siempre, el signo de un partido y quizá, de una Super Bowl.
Jim Harbaugh buscó sorprender a los azules de New York cambiando la baraja y retirando los comodines. Sacrificaron gran parte de su poder terrestre buscando, sin demasiado éxito, que Alex Smith fuera de nuevo la imagen más próxima del recordado Montana. Esos pases incompletos eran la expresión visible de la batalla táctica que a la vez se estaba librando en Candlestick Park. La importancia práctica era la ganancia de yardas y la apertura de la defensa de los Giants. La clave psicológica era insistir en el fomento de esa duda que debía sembrarse en el equipo técnico rival y, entre el desconcierto rival, salir victorioso. Los bay bombers demostrarían que tenían la mejor defensa contra la carrera, sacarían del partido a Bradshaw y Jacobs, anularían el temido juego de pase de Eli llegando, presionando y golpeando al quarterback rival, una y otra vez, hasta que le doliera tanto el cuerpo que fuera incapaz de lanzar un solo pase más. Les faltó muy poco para conseguirlo si es que, en realidad y a juzgar por lo apretado del marcador, no consiguieron su objetivo. Ambas defensas lograron reducir el juego a un delicado equilibrio donde cualquier error resultaría funesto.
Los Giants progresaban con mayor facilidad en su ofensiva pero, como en el caso de los locales, acababan por devolver la pelota al contrario, incapaces de rematar la faena. En esa situación, un Tom Coughlin, bregado en mil batallas, apeló a su experiencia y decidió que no era ni momento, ni lugar, para correr peligros innecesarios. Quien se aventura, pasa la mar, pero también correr el riesgo de naufragar. Algunos serían incapaces de tomar partido en el eterno dilema que, a lo largo de la historia ha enfrentado a los hombres valerosos contra su destino: corazón contra cabeza. No es algo para el viejo Tom: frialdad, experiencia, resiste y vencerás. Adivinó que, a igualdad de fuerzas, en el extasis del sufrimiento, la constancia siempre hallará una oportunidad de triunfo. O en sus propias palabras, "un fútbol de fundamentos: buena defensa, cuidar el balón y limitar los errores". Coughlin nunca ha caído en ninguna celada y ya es demasiado veterano como para hacerlo.
Y así fue como ocurrió. En el Olimpo no se atienden las súplicas humanas, inmunizados contra el llanto o la tragedia de los más débiles, se contentan con jugar con todos nosotros. Alguien decidió que aquella noche se resolvería con tintes de drama. Otro señaló con su dedo a un innocente y en su capricho, Kyle Williams resultó agraciado con semejante infortunio. El destino le obligó a convertir un simple punt en una jugada de fumble, tan cerca de la end zone que los Giants no pudieron por menos que anotar un touchdown. No contentos con ello, miraron de nuevo a Kyle y quisieron que fuera el protagonista de un nuevo fumble en su carrera de retorno de punt. Y el destino de ambas escuadras, quedó sellado.