El sábado me vino fatal. El padre tigre salió por peteneras con la excusa del cazador cazado y yo me quedé compuesta, con cuatro niñas y con ganas de hacerme la vida fácil. Me las llevé a comer por ahí con unos amigos, estuvimos en un parque, nos dimos un paseíto y lo pasamos de lo lindo. Hubiera sido una pena empañar nuestra dolce vita con las meadas asíncronas de La Tercera así que hice lo de siempre: donde dije digo digo Diego y aquí paz y después gloria.
Ayer me levanté un año más vieja y con el Lunes y la profesora con su entusiasmo extremo exhalándome en la nuca. No hay dolor me dije. Tú puedes. Saqué las braguitas de cuarta generación del baúl de los recuerdos y le solté un speech a La Tercera sobre su nuevo estatus y lo importantísimo de no defecar en las braguitas de casi estreno. Bajo ningún concepto. A lo que me respondió con un gran pedo y el gesto inequívoco de quien está haciendo un esfuerzo sobrehumano por plantar un pino. En las braguitas. Como gracias a dios la criatura es de corte estreñido, pudimos posicionarnos sobre la taza del inodoro antes de que llegara la sangre al río. Tras diez minutos de esfuerzos hercúleos el monstruoso chorizo cayó con un plof triunfal y el consiguiente vitoreo familiar.
Procede aquí hacer un inciso para aclarar el porqué de mi monumental pereza a embarcarme el proceso de entrenamiento de los esfínteres. Toda, todita, mi motivación para con este tema murió con La Segunda en lo que fueron muchos meses de intentos infructuosos y un mes de tres cacas diarias en las bragas. Tres. En bodas y bautizos, en aviones, en restaurantes, en el campo, el bosque, en el coche y en el salón. Un sinfín de excrementos que tuve que lidiar con destreza extrema so pena de agotar el presupuesto familiar en braguitas que usar y tirar.
La culpa es nuestra. Por cambiarles los pañales tarde, mal y nunca y engendrar seres que asumen el llevar una caca pegada al trasero como una rutina de estoicismo inevitable. Tengan ustedes en cuenta que yo de olfato ando escasa por lo que suelo ser la última en enterarme de que mis niñas llevan plasta. Hecho éste que los padres colindantes suelen hacerme ver con toda la diplomacia que la falta de oxígeno les permite. Desde ese momento la incógnita se traslada a ver si llevo pañales encima. Que suele ser que no. Lo cual tiene delito teniendo en cuenta que desde hace siete años tengo un mínimo de una y un máximo de dos niñas con pañales.
Flagelaciones maternales a parte, el día de ayer se saldó con un total urinario de 4:0. En mi contra. Y un 0:2 a mi favor en materia de heces gracias al arduo proceso de deposición de las mismas. Si bien este marcador es poco alentador esta mañana he vuelto a rescatar mi speech de motivación barata y la he mandado a la guardería con sus braguitas y un hatillo con lo que espero sean repuestos de sobra.
Les mantedré informados.
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