Matilde, la novia, era mujer esbelta y de andar cadencioso, con una piel de color canela, como las estatuillas de barro de Ilobasco, y con unas formas plenas y armoniosas que enganchaban la mirada de los hombres, lo mismo conocidos que desconocidos, jóvenes que viejos. Don Quique Amaya, el alcalde, la había piropeado un sábado que la vio pasar delante de la cantina El dos de oros, donde se echaba unos tragos con su habitual concurrencia de chambrosos y quitamotas: "miren que mujer, tan chula como una tortolita aleteando en el charral"; y con ese apodo se había quedado: Matilde, la Tortolita. Había coincidido con Lino en la escuela urbana, durante el ciclo superior, pero no fue hasta años después cuando habrían de unirse en una boda que a muchos sorprendió toda vez que la chismografía local daba por hecho cierto el noviazgo de Matilde con Alcides Aguado, un oficial con destino y plaza en el destacamento militar número dos de Santa Bárbara, y eran considerados, por esas mismas lenguas propensas a remover en vidas ajenas, una de las parejas más elegantes del pueblo: él por su gallardía y aire marcial, y ella por su soberbia belleza. Se habían conocido el año anterior, con motivo de las fiestas patronales en honor a Santa Bárbara, en las que fue coronada reina. La idea de presentar a concurso a la muchacha había sido del mayor Hernica que, preocupado por poner fin a una racha de varios años en que las representantes del destacamento militar no habían sido capaces de desbancar a las reinas de los barrios y ganar la corona, tenía puestas sus esperanzas en la Tortolita, de quien se hablaba maravillas en el pueblo. El mayor la tenía en observación desde el último fiasco para ver si cumplía las exigencias de una buena candidata, a saber: ser bonita y de buenas hechuras, de trato agradable y familia de orden, buena estudiante y, sobre todo, ser decente, o al menos parecerlo. No le resultó difícil convencer al padre, don Judas Cruz, el herrador, de que aceptara la idea, ya que el hombre le debía los muchos encargos que, en exclusiva, le hacía el cuartel en lo referente al herraje de las caballerías y otros menesteres relacionados con la profesión. A pesar de lo cual, a don Judas no le cuadró mucho que su hija anduviera en vueltas con los militares y arrugó la jeta sabedor de lo pícaros que eran estos para catar la fruta antes de tiempo; pero no se atrevió a contrariar al mayor y arriesgarse a perder la buena plata que por su mediación obtenía.
Al teniente Aguado, por ser el oficial más joven del destacamento, le tocó encargarse de la organización del festejo, como era costumbre. Cuando vio a la muchacha apenas pudo creer la suerte que había tenido, y se frotaba las manos pensando en la tarea por venir y en los días de obligada cercanía con semejante chulada, que no es actividad baladí la que concita una candidatura a reina de las fiestas: la elección de los varios vestidos que se pondrá así como la guarnición, calzado y demás guilindajes a juego; la elaboración y preparación de la carroza; el ensayo del desfile y, de ribete, de algunos números artísticos y su correspondiente coreografía; practicar la sonrisa que debe exhibir permanentemente una reina, ni tan sugestiva ni demasiado impávida; aprender a hablar en público; memorizar las respuestas de la dama a las preguntas del jurado e, incluso, prepararse el discurso de la posible coronación.
No obstante, a pesar de las palmaditas y los guiños cómplices con que lo agasajaban los camaradas, suerte la que te ha tocado, bribón, ah, con esa tortolita, no le resultó tan fácil al teniente conquistar a la bella que, aunque en un principio se sintió deslumbrada por el boato de lo castrense, los uniformes rutilantes, preñados de condecoraciones y dorados, los correajes y hebillas, el brillo de los sables, la caballerosidad militar, la liturgia de la jerarquía y todo el conjunto de usos y rituales que acompaña la vida marcial, aunque se vio seducida por un mundo fascinante y glamuroso, lleno de novedades, y aceptó el galanteo mundano del teniente Aguado, al que permitía que la acompañase por las noches de regreso a su casa, su mano de dedos largos posada en el firme antebrazo de él, no lo permitió pasar de ahí. Esta actitud un tanto esquiva, que no la esperaba el militar, acostumbrado a rendir plazas con el solo empaque de su uniforme, excitó su instinto de cazador e hirió su orgullo, convirtiendo en cuestión de honor enamorarla, tarea a la que se dedicó con ardor guerrero. Pero el corazón es un órgano de fuego, y como tal antojadizo e impredecible, sobre el que no tenemos más control que el que podamos tener sobre los sueños; y al teniente, el suyo le jugó una mala pasada llevándolo a cruzar la improbable divisoria entre el deseo y la obsesión, de modo que acabó por sugestionarse con la muchacha hasta el punto de pedirle que se comprometieran formalmente, algo impensable en un gavilán como él a quien, casi tanto como su empecinamiento en excusar el compromiso, lo irritaba la expectación que se había levantado a su alrededor, la condescendiente sonrisa del mayor, las otras palmaditas que ahora recibía: qué Aguado, cómo va eso, y las sonrisas veladas que sorprendía en otros oficiales e incluso suboficiales. Por eso lo mortificó tanto el cambio de inclinación de la muchacha por el futbolista de moda: hay que joderse.