El día de la marmota

Por Lamadretigre

Hay ciertas actividades para las que uno, o por lo menos servidora, nunca encuentra el momento. Suelen ser aquellas cosas que esperamos nos enriquezcan ya sea cultural, física o emocionalmente.

A menudo me digo, en cuanto pase tal o cual evento señalado del calendario y volvamos a la rutina diaria, voy a empezar a leer más con las niñas en español. O voy a salir a dejarme las suelas a la carrera para ponerme en forma. O voy a adoptar la sana costumbre de hacerme las uñas como Telva manda. O voy a enseñarle a La Cuarta a hacer un puzzle. O a La Tercera a escribir su nombre.

Podría también, por qué no, poner al día la plancha o exterminar de una vez por todas la población autóctona de arácnidos que campa a sus anchas por el sótano y amenaza con colonizar la planta baja cualquier día de estos.

Ninguna de estos objetivos parece, a priori, descabellado. Hay gente que consigue hacerse la pedicura, llevar las mechas californianas perfectas y que sus niños hablen chino con un deje cantonés sin dejar de salir de copas una vez a la semana, presentarse a cada ascenso y estar al día del último grito en cupcakes. Esa gente. Yo en cambio estoy siempre a puntito de encontrar el tiempo, la energía y las ganas. A puntito. El otro día sin ir más lejos, en un alarde de irresponsabilidad cósmica sin precedentes, le dije a El Socio muy convencida que ahora volvía a tener más tiempo para embarcarme un uno de esos proyectos que siempre tenemos a medio aparcar.

Mi karma, que está a la que salta, no pudo por menos que soltar una lagrimilla de contenido regocijo. Me las pones a huevo querida, debió pensar mientras conjuraba a todos los astros en contra de mis buenos propósitos y mi ingenua fe. Ese mismo día- total, para qué esperar- me envió una plaga bíblica de ftirápteros, comúnmente conocidos como piojos o bichos del demonio. Y pensó: ya que estoy no voy a dejar títere con cabeza o, mejor dicho, cabeza sin ftiráptero. Hubo liendres para todas: La Primera, La Segunda, La Tercera, La Cuarta y la madre que las parió.

Tras días de liendreras, champús y siliconas sin fin vislumbré por fin la luz. Digo vislumbré porque estaba ya llegando al final del túnel prometiéndomelas de nuevo muy felices con mi recién recuperada libertad horaria, cuando el karma, ese señor que se encarga de repartir las collejas cósmicas, decidió poner una infección de las vías urinarias en mi camino. Se me unieron así las dosis de recuerdo del anti-piojos con las sesiones de antibiótico, termómetro y visitas al baño cada media hora de reloj.

Hace diez minutos, por poner un ejemplo, he tenido que dejar estas líneas a medio escribir porque me han llamado de la guardería para repudiar a La Segunda que hoy había vuelto después de una semana de cuarentena piojil. Por lo visto no se fían de mi destreza adquirida con la liendrera y necesitan un certificado médico de defunción de la población de ftirápteros antes de volver a escolarizar a la niña. El hecho de que los piojos los haya cogido bajo su tutela parece que no nos exime.

Como todavía me quedaban dos convalecientes en casa jugando en pijama he tenido que vestirlas y salir con las pequeñas en ristre a por la pobre descastada. Ya tengo tres en casa y en una hora llega la que faltaba. Lo que viene siendo la constelación ideal para trabajar o realizar cualquier labor que requiera una mínima concentración.

Por eso cuando me acuerdo del gran Bill Murray desesperado por la sucesión infinita de días repetidos no puedo evitar pensar que se queja de vicio. ¡Quién pillara un par de días de aburrimiento y monotonía!

No se crean, no pierdo la esperanza, seguro que cuando nazca La Quinta nos vamos a aburrir de lo lindo.


Archivado en: Domesticación de las fieras Tagged: Colegio, Conciliación, Educación, Familia, Familia numerosa, Hijos, Labores del hogar, Madres, Niños, Padres, Rutinas