El día en que España prohibió la educación a los pobres

Por Ireneu @ireneuc

Pocas cosas hay más indignantes para una persona que pasarte media vida estudiando una carrera, acabar fregando platos por cuatro perras gordas y ver cómo unos auténticos zoquetes sociales como Belén Esteban o Kiko Rivera, sin oficio ni beneficio conocido, acaban siendo líderes de ventas en libros y en música... ¡ole tú! Es en esta situación, en que la realidad de este país te descubre que el esfuerzo, la valía y el mérito son despreciables y que más vale tener un buen enchufe que un buen cerebro, que nos damos cuenta que algo falla profundamente en el sistema educativo español. No obstante, esta falta de calidad de la política educativa, en la que siempre han primado los intereses de la oligarquía frente a la del pueblo, no viene de hace cuatro días, no. Y un indignante punto de arranque lo podemos encontrar en 1623, cuando el rey Felipe IV decidió prohibir las escuelas de gramática a los pobres. Como lo está leyendo.

Que la educación se está convirtiendo en un auténtico lujo que no está al alcance de todos, simplemente tiene que preguntárselo a cualquier joven que tenga un mínimo de inquietud intelectual y pretenda matricularse de una carrera universitaria. Como no tenga el respaldo de unos padres con amplios bolsillos o sea un verdadero Einstein capaz de cumplir las inhumanas condiciones de las ridículas becas existentes, lo más normal es que tenga que dejar aparcado su proceso educativo hasta que las ranas críen pelo. No obstante, antes de la crisis, las cosas iban lo suficientemente bien como para que los hijos de los trabajadores, con no poco esfuerzo, pudieran permitirse el "lujo" de llegar a estudios superiores y aspirar a un buen puesto de trabajo, en la -posteriormente comprobada como equivocada- idea de que una buena carrera te aseguraba el porvenir. ¿Resultado? Pues que, tras la crisis, si necesitas algún médico, es más fácil encontrarlo sirviendo cortados en la terraza de un bar que en la consulta de la Seguridad Social. Y en una situación similar se encontró Felipe IV.

A principios del siglo XVII, la educación en las Españas, no tenía nada que envidiar a la del resto de Europa, por lo que la oferta educativa era amplia y de calidad. Existían 32 universidades y unas 4.000 escuelas de gramática o de latinidad, o lo que es lo mismo, escuelas de enseñanza secundaria en las que el latín era la asignatura troncal. Esta gran oferta educativa para la época, junto con el deslumbrante tren de vida de la corona ( ver El Duque de Lerma, la capital de España y su descarado pelotazo inmobiliario), hicieron que cualquier hijo de vecino con un mínimo de luces, hiciera lo decible y lo indecible para cursar estudios superiores y enchufarse en la corte, habida cuenta que llegar a ella era equivalente a no tener que pasar penurias en su vida.

De este modo, la cantidad de gente que cursaba estudios medios y superiores se disparó, produciendo un exceso de gente cualificada que no podía ser absorbida por la corona y que no quería ser recolocada en otros puestos de trabajo de menor entidad debido, justamente, a su alto grado de cualificación intelectual. El único problema era que, gracias a la ocurrencia de Felipe III de expulsar a los moriscos entre 1609 y 1610, forzando el destierro de entre 300.000 y 500.000 personas de un censo de unos 8'5 millones, el campo había quedado despoblado y no había suficientes manos poco cualificadas que se dedicasen a las tareas agrícolas. En un momento en que la Corona estaba más arruinada que Don Pepito, que la gente pobre se dedicara a aprender aritmética y filosofía en vez de a generar riqueza para los terratenientes, era algo que la aristocracia no podía permitir. Y se pusieron manos a la obra.

Dada la decadencia galopante de la corona castellana, no fueron pocos los consejeros reales que recomendaban una remodelación del acceso a las enseñanzas superiores. Entre ellos destacó Pedro Fernández de Navarrete -canónigo, secretario de Felipe III y asesor de la Inquisición- el cual propugnaba que, para hacer que la gente se dedicara más a desarrollar las manos que el cerebro, el número de centros de enseñanza secundaria y superior fueran reducidos radicalmente. De esta forma, se " estrecharían las comodidades que convidaban a las letras" a la gente pobre, especialmente los expósitos y los desamparados los cuales, en tanto que " hijos de la escoria y hez de la república" (sic), en vez de perder su tiempo dedicándose a un improductivo estudio, estarían formando parte del campo, del ejército o, directamente, remando en las galeras. Además, si un pobre llegaba a ser letrado o juez, como no tenía honor familiar que mancillar, se tomaría la justicia de forma poco estricta. Con un par.

Así las cosas, el día 10 de febrero de 1623, el rey Felipe IV firmaba la pragmática (ley real que no pasaba por las Cortes) según la cual se prohibían las escuelas de gramática en todas aquellas villas y ciudades que no fueran cabeza de partido y, sobre todo, las que ejercían en hospitales o daban servicio a expósitos. Esta ley significaba que de unas 4.000 escuelas de latinidad, se pasasen a menos de 100, las cuales, para funcionar, encima, no podían tener un presupuesto inferior a unos 300 ducados. La idea era que sólo las más ricas sobreviviesen y, por ende, sólo los nobles pudieran acceder a estudios superiores. La medida, a pesar de no aplicarse estrictamente tuvo unas consecuencias catastróficas.

El hecho de cercenar de esta forma el acceso a la formación hizo que la calidad de la enseñanza y de los estudiantes cayera en picado, en un momento en que nuevas potencias europeas como Francia o Inglaterra pisaban el acelerador (tanto político, económico como intelectual), dejando a la monarquía hispánica a la altura del betún. El Siglo de Oro español, florecido gracias al buen momento económico y de la buena oferta educativa, dio paso a una época gris en que la intelectualidad española no pudo seguir el ritmo marcado por las nuevas formas de pensar provenientes de centroeuropa ( ver El wolframio o la batalla perdida por la química española). Y es que se cerraron la mayoría de escuelas de secundaria pero, curiosamente, no se cerró ningún seminario.

En consecuencia, Europa acabó el siglo XVII despegando con el Siglo de las Luces, mientras que España dejaba perder todos los trenes de modernidad habidos y por haber, entrando en una tendencia a ir a remolque en todo lo que se refiere a la cultura y a la educación que dura hasta el día de hoy. Y es que, como decía aquel rector de Harvard, si cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia.

...y el 26-J nos sacamos el máster.