Hace un año pasó por aquí por Tenerife con su obra 'El Avaro', el clásico de Molière. Era un cuatro de julio, lo recuerdo perfectamente. No me quedó más remedio que ir ante la insistencia de mis amigos y más, lo confieso, por Molière a quien nunca conocí de nada, que por Galiardo, a quien preferí nunca haber conocido. Era la última representación. Su presencia enorme y su ronco vozarrón llenaron el escenario, y también la sala, a pesar de que algunas butacas habían quedado vacías -que pena-. En un momento del final, dio dos pasos hacia el público, y lo tuve ahí, a seis filas de mis ojos, y de su cuerpo se salió el alma de actor, la del hombre que vivía con pasión su trabajo; y agotado, sudando porque allí lo había dejado todo, con aquella cara tintada de blanco escurrido por el sudor, y casi llorando nos imploró, que no dejáramos morir el teatro, que nos aferráramos a él, sobre todo al clásico. Me levanté como un resorte y aplaudí y tras de mi, todo el Teatro. Ganó el actor al necio, y pasó en cuestión de segundos del infierno de mis preferencias al trono de mis ideales, porque no hay nada que yo más quisiera que morir sintiendo que soy quien siempre he querido ser.
Mis mayores respetos, Don Juan, Sr. Galiardo. Llévate un último aplauso.