El diagnóstico liberal-conservador

Publicado el 29 marzo 2014 por Carlos López Díaz @Carlodi67
En el mundo hay 7.200 millones de habitantes. Un 15 % vive en países donde existe amplio acceso a los productos de consumo, la vivienda, la medicina y otros servicios, y en los que existen paz y libertades políticas consolidadas. La mitad o más de la población mundial habita en territorios, principalmente en Asia, donde se han alcanzado parcialmente esos objetivos a lo largo de las últimas décadas, aunque frecuentemente con unos niveles de libertad política mucho más precarios o incluso inexistentes, como es el caso de China. Por último, en el tercio restante de la humanidad se da un conjunto heterogéneo de situaciones: desde países que, pese a todas la dificultades, gradualmente están saliendo adelante, hasta otros que permanecen hundidos en la miseria, las guerras y las dictaduras.
Lo que caracteriza a los países del primer grupo es la existencia de instituciones políticas y económicas liberales, como son un potente sector empresarial privado, elecciones libres, justicia independiente, libertad de expresión, etc. Por tanto, en principio parece lógico deducir que la prosperidad material de la que disfrutan Norteamérica, Europa, Japón, Corea del Sur y Australia está relacionada con estas instituciones liberales. También parece razonable admitir que la mitad de la población que poco a poco se está acercando a niveles de bienestar material como los de Occidente y otros países, en gran medida debe este progreso a la importación de algunas de estas instituciones, al menos del mercado libre.
Por el contrario, es empíricamente constatable que los países que se han cerrado a la importación del modelo liberal occidental, o que se ha alejado de él, permanecen en la pobreza o han retrocedido a ella, como es el caso dramáticamente actual de Venezuela.
No obstante, partiendo de estos hechos, los antiliberales (generalmente socialistas progresistas, aunque también la extrema derecha y los anarquistas) proponen una interpretación notablemente distinta. Por un lado ponen de relieve que incluso en los países del 15 % más próspero persisten injustas diferencias de renta y discriminaciones hacia las mujeres y ciertas minorías, al tiempo que atribuyen el bienestar social (que después de todo no pueden negar) a la existencia de un amplio sector público, el cual ven amenazado por los intereses económicos. Y por otro lado señalan que la riqueza occidental procede de la expoliación del resto de la humanidad y de la depredación de la naturaleza, a través de las multinacionales que explotan mano de obra barata y esquilman los recursos. Este orden injusto sólo puede mantenerse mediante la coerción, principalmente mediante el astronómico gasto militar de los Estados Unidos; y por ello es profundamente inestable, pues provoca guerras, terrorismo y desastres ecológicos.
Aunque algunos de los hechos que aducen los antiliberales o progresistas son ciertos, su interpretación se sostiene sobre flagrantes exageraciones, invenciones y omisiones. Frases tan manidas como que “los pobres cada vez son más pobres y los ricos más ricos” son fácilmente refutables con datos objetivos. La pobreza en las sociedades más industrializadas es relativa y variable, y con frecuencia las estadísticas incluyen en el mismo grupo tanto a auténticos pobres como a jóvenes que perciben bajos salarios, pero cuyas expectativas de ascenso social son muy considerables. También se reputan como injustas las diferencias laborales entre sexos, sin ofrecer pruebas empíricas (y no premisas ideológicas a priori) de que sean debidas a discriminaciones y atavismos machistas, y no a las actitudes y preferencias naturales de los sexos.
Sobre el sector público (como denominan al sector estatal), los progresistas olvidan el pequeño detalle de que se sostiene enteramente mediante las aportaciones fiscales y financieras del sector privado. Si el sector estatal crece en términos relativos, sólo puede hacerlo a costa de la inversión y el ahorro privados, con lo cual se pierde en productividad, y el resultado es una economía menos sostenible. En cambio, la disminución del estado (hasta un mínimo que asegure servicios esenciales, como la seguridad, la defensa y la protección de los más débiles) sólo implica liberar energías productivas, que pueden ofrecer los mismos servicios con mayor eficacia.
En cuanto a la supuesta explotación del Sur, lo cierto es que el volumen de la inversión y del comercio dentro de los países del 15 % más rico es abrumadoramente superior al que existe entre estos y los más pobres del Sur, por lo que esa teoría es un simple mito. La riqueza no se genera, salvo en una medida puramente residual, en plantaciones o minas de repúblicas bananeras, sino en países que ya son ricos en infraestructuras, tejido industrial y capital socioeducativo. Si algo se le puede reprochar a Occidente no es que pague salarios de miseria a los habitantes más pobres del planeta (que en todo caso son superiores a los salarios locales), sino que no cree más empleos aún, y que no comercie a mayor escala con el llamado “tercer mundo”, eliminando las barreras arancelarias. Lo cual es algo muy diferente de la idea de un Norte parasitador o vampirizador del Sur.
Respecto al gasto militar, hay que recordar que, históricamente, la aplastante superioridad de los Estados Unidos tiene su origen en la Segunda Guerra Mundial y en la guerra fría, es decir, que es un producto de la lucha contra los mayores sistemas totalitarios de la historia, el nazismo y el comunismo. Por supuesto, un desarme unilateral sería una entrega estúpida de Occidente a manos de potencias asiáticas con arsenales nucleares y otros estados de tendencias poco tranquilizadoras. Debe añadirse también que el terrorismo es un fenómeno que nace invariablemente de ideologías nacionalistas, socialistas o islamistas, radicalmente contrarias a los principios liberales, cuyo mecanismo psicológico no requiere en absoluto la existencia de ninguna razón objetiva para el resentimiento, sino que son perfectamente capaces de fabricar o hiperbolizar agravios por sí mismas.
Por último, respecto a la supuesta depredación de la naturaleza, lo cierto es que los países que más reducen la contaminación ambiental, gracias a su carácter democrático y legalista, y a su desarrollo tecnológico, son los más ricos. Y las agoreras predicciones de agotamiento de materias primas, o de calentamiento global debido supuestamente a las emisiones humanas de CO2, hasta ahora han tenido un acierto predictivo inversamente proporcional a su éxito propagandístico.
Lejos de nosotros pretender que en el mundo liberal todo sea color de rosa. Pero son precisamente los auténticos problemas e iniquidades que existen en los países ricos aquellos que los progresistas ignoran o se empeñan incluso en negar. Entre ellos, el crecimiento desmesurado del sector estatal, debido a irresponsables promesas de políticas demagógicas, que amenaza con truncar el crecimiento económico, condenando a los más pobres a quedar estancados en su situación. Pero lo más grave (aunque presenta claras conexiones con este problema), es la decadencia moral que aqueja a Occidente desde los años setenta. Esta decadencia se manifiesta de manera singular en la baja natalidad y el relativismo cultural (cuyo fenómeno singular más repulsivo es la permisividad legal ante el aborto), que socavan las raíces judeocristianas y clásicas de las instituciones cívicas, desarmando a la cultura occidental ante la irrupción del tribalismo islamista. Incluso aunque esta amenaza externa no existiera, el destino de una civilización que está dejando de reproducirse, que opta por el aborto, la “muerte digna” y la equiparación de toda forma de sexualidad no reproductiva, eludiendo cualquier sacrificio y contención, es sencillamente la extinción.
Cabe en este punto preguntarse si esta decadencia civilizatoria no está estrechamente relacionada con las concepciones progresistas que desdeñan las instituciones liberales o incluso las consideran responsables de la pobreza y de la violencia en el mundo. En efecto, una cultura en declive es una cultura que ha dejado en cierto modo de respetarse a sí misma, de tener unos objetivos que vayan más allá del “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Es una cultura que cae en el autoodio nihilista, racionalizado falazmente como una crítica del etnocentrismo (pero curiosamente, todas las culturas tienen derecho a ser ciegamente etnocéntricas salvo la propia), y que está dispuesta a dilapidar e incluso escupir sobre su propio legado.
¿Cómo podemos detener y revertir este proceso? No hay una respuesta fácil, pero en primer lugar, evidentemente, siendo conscientes de él, lo cual pasa por una crítica contundente de las nociones antiliberales y relativistas que, amparadas en la estética “progresista”, sólo contribuyen a acelerar la descomposición, a disolver la responsabilidad individual y los vínculos tradicionales y espontáneos, sustituyéndolos por una burocratización esclerotizante. Expresado en términos positivos, esto supone defender la moral judeocristiana, la familia, la empresa privada, la libertad educativa y las organizaciones de la sociedad civil. Todo aquello que los progresistas tachan, en el mejor de los casos, de “conservador”. Ahora bien, si ser conservador es defender el humus moral y cultural en el que han enraizado las instituciones liberales, no sólo no tiene nada de malo, sino que es una actitud más necesaria que nunca.