El diálogo de los monos

Publicado el 07 septiembre 2013 por Abel Ros

Sin silencio, el pensamiento social enferma en su búsqueda frustrada por un espacio tranquilo


diferencia de los perros, decía el loco de Santander, todos los días nos ponemos el disfraz para representar nuestro papel. El vestido nos distingue de los otros, en las tablas de lo urbano. Desde el patio del colegio – intervino el avestruz -, las gafas de Manolito le impidían codearse con Javier, el nieto del banquero. Todas las mañanas, – hablaba para sus adentros el mendigo de Aranjuez-, los tacones de "la Juana" se entremezclan con los zapatos agrietados de Jacinto, el barrendero. El mosaico del vestido representa los estratos de una sociedad podrida por el tener. El contexto – en palabras de Rigodón – determina la vestimenta que nos ponemos para ser aceptados en los banquetes cortesanos.  El estilo contra la norma social del presente impide, al rebelde, la comprensión solicitada desde el simbolismo de su atuendo. Por mucho que nos esforcemos en nadar contracorriente, el animal que vestimos a diario se convierte en el único mono que necesita cortarse el pelo para hallar su yo en la jungla de los otros.

Desde la rama, el búho de la oficina vislumbra, cada mañana, a la serpiente multicolor que se mueve por las alcantarillas callejeras. Desde su rama se oye el ruido que desprende el monstruo de lo urbano en los amaneceres madrileños. El ruido de los tacones impide al gato del conocimiento, la necesidad de silencio para repensarnos como humanos. Sin silencio – decía Manuela, monja de clausura – el pensamiento enferma ante la búsqueda frustrada de un espacio tranquilo para la evasión de los mortales. Son precisamente estos obstáculos al intelecto de los humanos, los que impiden al callado encontrar su entendimiento en sus paraísos internos.

El ruido de los motores, de los teléfonos y cabreos sitúa a la modernidad en un espacio no apto para los mensajes en blanco. ¿Dónde está el silencio sin la tensión que lo fabrica? En el interior de los monos, respondió la desnuda en el seno de la playa.

La prostitución de las palabras, por parte de las nuevas tecnologías, ha hecho de nuestro lenguaje un diálogo empobrecido por las prisas del caminante. Hemos perdido – decía el cuñado de José – la esperanza en la retórica de las élites. El discurso de los políticos, sin el correlativo de los hechos, ha enterrado al entusiasmo en los camposantos del olvido. La búsqueda de la verdad, desde los tiempos kantianos, sigue viva en las sociedades del ahora. Sociedades enfermas por el fracaso de las ideologías. La utopía es la única fantasía que mantiene encendida la llama del moribundo. Sin el arte de soñar, la escritura pierde su sentido en un mundo dominado por el pensamiento vertical. El dominio del saber por parte de los argumentos científicos ha desplazado a la literatura de las vitrinas niponas.

A semejanza con los monos – decía María, antropóloga de la UNED – el miedo es el que nos mantiene vivos en la selva de la vida. Es el miedo que todo animal llevamos dentro, el que nos hace tomar precauciones en nuestro paso por los huertos. La desigualdad de las condiciones ha determinado la génesis de los miedos aprendidos desde que nos salieron los colmillos. Si las condiciones fuesen las mismas para el león que para el gato, otro gallo cantaría en los corrales de Manolo. Son precisamente las diferencias entre hermanos, las que siembran de dudas al felino que portamos. El capitalismo impide a las sociedades occidentales vivir sin el miedo necesario para emprender la aventura. Por ello, todas las mañanas, los débiles de la manada se ponen sus camisas y corbatas para defender, desde sus corazas, los embates de la marea.

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