Deseó entonces que el cariño se filtrara como humo intangible a su alrededor, que la alegría le estuviera aguardando en cada esquina de sus “te quieros”. Que pájaros azules le cantaran odas con eco, como hacían las caracolas de la playa. Que sus alforjas rebosarán sonrisas nuevas y sinceras, sin pedirlo.
Un poquito después supo que las pétreas figuras que comenzaban a cruzarse en su camino no eran espejismos, no era arena que el viento se lleva. Era la despiadada realidad; cruda y severa que comenzaba a hacerse notoria. Entonces llegó la catarsis. Comprobó que sus rosas tenían espinas y que los sueños también se devolvían como regalos sin abrir. Descubrió que no todo eran gotas de rocío bruñidas por la alborada, que la vida tiene aristas que cortan y que las heridas siguen sangrando cuando no cicatrizan.
Fue cuando supo que había dos mundos diferentes; el de la niña que sueña divagando entre sus fantasías, y el del adulto que sufre luchando por abrirse paso entre la vorágine de la vida.
©Samarcanda Cuentos-Ángeles.