Perdonen la inmodestia, pero este mes, al fin, el diario hablaba de mí. Ha sido catastrófico. No era una crónica futbolística en la que se describiese con la grandilocuencia del narrador deportivo aquella modesta y hermosa triangulación tantas veces rememorada; tampoco destacaba mi nombre en las letras de molde de la sección en sepia de ‘Dinero y Negocios’ para augurar que seré el visionario y mecenas de nobles causas más relevante de los años venideros; siquiera para dedicar un par de piadosas líneas de tinta al esclarecido asunto que ando pergeñando y que cambiará el rumbo de la civilización.
No, nada de esto. Fue todo más sencillo, más trascendente, más miserable. Bastó una foto, una simple fotografía, para llevarme a portadas, cabeceras de telediarios y partes radiofónicos de medio mundo. Acaso la han intentado mirar: no se me ve la cara, tengo tres años, mi cuerpo de niño dormido boca abajo sobre las arenas de una playa turca es lamido por lo que aparenta ser un tímido oleaje…
Cuando yo mismo me topé con ella, supe que había fracasado. Me aterra pensar en el día en que mis hijos me pregunten que hice para merecer esto.