Dios creó a la mujer y al hombre a su imagen y semejanza; vio que eran buenos y decidió descansar de su obra. Pero Eva y Adán se hicieron adultos y el Edén empezó a quedárseles pequeño. Entonces decidieron buscar nuevas rutas -más allá del bien y del mal- donde satisfacer su connatural curiosidad. Sustrayendo la hermenéutica religiosa, este mito de creación revela con nitidez la relación trágica del ser humano con su naturaleza, su inherente inconsistencia para la felicidad. Igualmente, podemos interpretar la fabulación de Adán y Eva como una metáfora de la relación conflictiva del autor con su obra. El texto, una vez creado, se rebela contra su progenitor y busca en sucesivas lecturas nuevas líneas de interpretación.
Algo similar le ha sucedido a Tim Berners-Lee, creador en 1989 de Internet. Tim -permitan que tutee a nuestro egregio benefactor- ha declarado recientemente que Internet no es lo que era, que él lo creó con el fin de ensanchar cualitativamente el conocimiento y la comunicación entre los seres humanos, pero que se ha convertido en una red social de chismorreos y exabruptos incendiarios. Tim ha sido especialmente virulento con las redes sociales, a las que critica de proponer tan solo un modelo de comunicación limitado a roles afines entre internautas; en definitiva, un patio de colegio, un foro de autocomplacencias. Tarde o temprano -declara- la gente se cansará de Facebook o de Twitter, buscando nuevas sendas de comunicación que les ofrezcan aquello que estas redes le niegan. El usuario quiere una red que reproduzca con isomorfismo las necesidades que configuran su vida cotidiana. Esto solo lo puede ofrecer una red que establezca una sinergia absoluta entre el mundo físico y la realidad digital. Pero si esta conjunción de planetas tuviera lugar algún día, supongo que nos preguntaríamos necesariamente por qué vivir una existencia sometida a las contingencias físicas y los efectos perversos de la interacción social, si la red nos ofrece lo mismo, pero sin riesgos y desde tu propio sillón. Esto conduciría a una red socioneuronal conectada a través de una matriz que guarde a modo de gran memoria del mundo deseos, experiencias, ideas, comportamientos; incluso quizá pueda llegar algún día a almacenar intenciones y expectativas.
No olvidemos que Tim Berners-Lee es el Dios de la tela de araña, el creador primigenio del universo digital. Era de esperar que soñara que su Frankenstein hiciera posible el sueño de un cosmopolitismo absoluto, un sistema de comunicación global en el que cada elemento esté en íntima relación con el resto. Internet poseería entonces casi todos los atributos medievales de Dios: omnipotente, omnisciente, omnipresente. Abarcaría toda la experiencia humana y trenzaría puentes entre todos los seres humanos del mundo. Nada estaría oculto. El universo digital sería un gran confesionario sin cortinas, el sueño distópico de la sociedad transparente. La pregunta que pende de este hilo es evidente: ¿quién protegería esta red de los intereses particulares?, ¿cómo asegurarnos que la vida privada, la intimidad, el derecho a estar solo, desconectado, quedaría a salvo? Al fin y al cabo, la función natural de toda red es atrapar para sí todo aquello que alcance su radio de acción, fagotizarlo, socializarlo a mayor gloria de la gran hermandad virtual. Quizá el señor Berners-Lee vaticine este modelo de red como un paraíso futurible. Por lo pronto, al que escribe le huele a otra forma -eso sí, sinuosa, vendida como una suerte de religión new age- de totalitarismo.
Ramón Besonías Román