La muerte de Jesús en la cruz y su resurrección cambiaron el sistema. Él se convirtió en el Sumo Sacerdote, y el sacrificio fue su propia vida —una ofrenda lo suficientemente poderosa como para pagar la deuda de la humanidad entera. Por medio de Cristo, Dios hace santa a cualquier persona que pone su fe en Él como Salvador. Jesucristo no tiene que morir cada año. Y a diferencia de los sumos sacerdotes que podían entrar a la presencia de Dios solo una vez al año, Jesús se sentó a la diestra del Padre, para permanecer en su santa presencia para siempre. Allí, Él sigue haciendo su trabajo de Sumo Sacerdote, intercediendo a favor de los creyentes cuando Satanás los acusa.
Dios reconoció que, por nuestra humanidad, seguiríamos siendo débiles —aun después de haber nacido de nuevo (Jn 3.3; 2 Co 12.9). Por tanto, su plan de rescate va más allá de perdonar nuestros pecados. También envía su Espíritu Santo a morar en cada creyente.
Jesucristo ofreció un sacrificio perfecto para cubrir todos nuestros pecados, y ahora sigue intercediendo por nosotros. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo que mora en nosotros nos moldea para convertirnos en criaturas santas, al mismo tiempo que nos ayuda a resistir la tentación.
(En Contacto)