Café beat. Mirando escaparates de reojo, rota la cremallera del chaquetón, se enciende el picú mental y la memoria pincha un disco doble de color rojo. Silbas una melodía cercana, love me do, y luego te arrancas por From Me To You, por no hablar de All My Loving, y así hasta la eternidad. De puro milagro sonoro sentimental, las canciones siguen el mismo orden, prueba con el cedé, a la terminación de cada explosión del ritmo, dictan los prolegómenos del siguiente tema, recuerdos del elepé gastado, inundado, rayado, manoseado, tocado por la fibra sensible del pasado por venir. No puedes comprar mi amor, oh. Ocurre lo propio con otros discos, pero el doble rojo de los Beatles nos ha enseñado a muchos la puerta de salida, la puerta de acceso, las puertas de la nueva percepción. De chavalito lo intentaste con el teclado, la armónica, la melódica, y ahora te conformas con los nudillos de mostrador, menuda música celestial madre de todas las músicas divinas populares. Contrasta grupos de todas las épocas y condiciones, todos ellos se saben el disco rojo de cabo a rabo, con sus pausas y sus brillantes estribillos en crecimiento. Ocho días a la semana recuerdo la primera vez que escuché el disco enterito y las mil sensaciones y descargas vitales recibidas otras tantas veces a lo largo de los años, pero jamás como la vez primera, los días de descubrimiento propio y ajeno, el asombro y el pudor, la euforia y el bajonazo, la edad del pavo. Imaginábamos el paso del tiempo, no había más que comparar entre los beatles del disco rojo y los beatles del disco azul, la presunta madurez, fíjate tú, entonces la juventud te abandonaba a los treinta. Hoy suena como nuevo este grito de libertad del siglo veinte.
Café beat. Mirando escaparates de reojo, rota la cremallera del chaquetón, se enciende el picú mental y la memoria pincha un disco doble de color rojo. Silbas una melodía cercana, love me do, y luego te arrancas por From Me To You, por no hablar de All My Loving, y así hasta la eternidad. De puro milagro sonoro sentimental, las canciones siguen el mismo orden, prueba con el cedé, a la terminación de cada explosión del ritmo, dictan los prolegómenos del siguiente tema, recuerdos del elepé gastado, inundado, rayado, manoseado, tocado por la fibra sensible del pasado por venir. No puedes comprar mi amor, oh. Ocurre lo propio con otros discos, pero el doble rojo de los Beatles nos ha enseñado a muchos la puerta de salida, la puerta de acceso, las puertas de la nueva percepción. De chavalito lo intentaste con el teclado, la armónica, la melódica, y ahora te conformas con los nudillos de mostrador, menuda música celestial madre de todas las músicas divinas populares. Contrasta grupos de todas las épocas y condiciones, todos ellos se saben el disco rojo de cabo a rabo, con sus pausas y sus brillantes estribillos en crecimiento. Ocho días a la semana recuerdo la primera vez que escuché el disco enterito y las mil sensaciones y descargas vitales recibidas otras tantas veces a lo largo de los años, pero jamás como la vez primera, los días de descubrimiento propio y ajeno, el asombro y el pudor, la euforia y el bajonazo, la edad del pavo. Imaginábamos el paso del tiempo, no había más que comparar entre los beatles del disco rojo y los beatles del disco azul, la presunta madurez, fíjate tú, entonces la juventud te abandonaba a los treinta. Hoy suena como nuevo este grito de libertad del siglo veinte.