El discurso importa, y no por su tamaño

Publicado el 14 octubre 2016 por Polikracia @polikracia

Your text with dropcaps hereYour text with dropcaps hereEl 31 de diciembre está marcado en el calendario como un día de celebración, de fiesta. Para muchos, comienza una nueva etapa. Ya sabéis, “año nuevo, vida nueva”. Una arraigada costumbre en España es hacer, junto a los amigos, una lista de retos para esa nueva vida. Comienza una era en la que aprenderé inglés, haré ejercicio tres veces por semana y no me pillará el toro con los exámenes. Esto debe dar un giro copernicano a partir de mañana: voy a coger la sartén por el mango.

Los objetivos son muy ambiciosos, pero hay que cumplirlos. El día dos de enero sales a correr por la zona verde de tu ciudad y, con la resaca a cuestas, haces nada menos que 12 km (¡!). Fantástico, sobre todo después de varios años sin moverte del sofá. Al día siguiente te levantas molido, con agujetas pinchándote cada músculo, y acudes a tu clase de inglés con la nueva profesora. Estás tan cansado y llevas tantos años sin tocar el idioma que apenas te enteras de la lección, lo cual te deprime. A los dos días seguirás con el agotamiento acumulado de tu primera jornada de éxtasis como runner y la frustración de no haber entendido nothing. “¿Y ahora voy a ponerme a estudiar para junio? Vamos, que estoy de vacaciones.”

Las grandes expectativas crean grandes frustraciones. Con el primer día de entrenamiento no podrás completar una maratón, ni con la primera lección de inglés hablar como un nativo de Sheffield. Pero es algo tan complicado de afrontar que buscamos un discurso que diga lo contrario. Lo vemos todos los días en televisión: aprenda alemán en 100 días con este curso exprés, adelgace tantos kilos en 30 días con este tratamiento… Todo milagroso. Y también en la política.

Los discursos de la montaña se han apoderado del debate público. En términos racionales, es más cómodo comprar un determinado “bando” que posicionarse en cada política pública, de las cuales ya ni se discute. Se trata de una aproximación a la Teoría económica de la democracia, de Anthony Downs. El mensaje se vuelve absolutista en términos ideológicos. No interesan los datos, ni la conveniencia, ni la neoliberal eficiencia, sólo de qué parte estaba el clásico que pudo proponer una u otra medida. La connivencia entre los políticos y la ciudadanía en este sentido es total. A unos les proporciona votos de forma mucho más asequible. Los otros, a su vez, no tienen que tragarse un aburrido programa de televisión en el que se muestren gráficos, recursos disponibles y experimentos de políticas públicas en otros países, sino que preferimos la “política del zasca”, en palabras de Lluís Orriols: atrincheramiento ideológico de la opinión pública y fomento del descrédito de la política. Por una parte, el populismo tiene parte de responsabilidad en este sentido: la clase política castuza utiliza un lenguaje demasiado complejo para que las buenas personas de a pie, el “hombre de la calle” (citando al profesor florentino Marco Tarchi) pueda entender el mensaje. Por eso la nueva discursiva se basa en un vocabulario mucho más sencillo para que todos nos sintamos partícipes, tratando políticas públicas en el debate electoral para La Moncloa como en una sobremesa de domingo.

Pero por otra parte, hay un tercer sujeto cómplice de esta degradación de la política, en la que no se meditan política públicas, sino estrategias para tumbar al rival con consignas. Hablo de los periodistas. Los periodistas deben estar al nivel como “interpeladores de los ciudadanos”, como los mensajeros en palabras de Víctor Lapuente en su libro El retorno de los chamanes. Remarca la transigencia (e incluso incitación) de los mismos cuando un debate que debería tratar un programa o una policie acaba en teorías de la plusvalía o la ley de la mano invisible. Para qué hablar de algo tan trivial como la reforma de la Administración Local tan necesaria o del sistema actual de pensiones, que ya tiene cita en la funeraria. Para llamar la atención o “ser demócrata” hay que ir a la raíz profunda del problema, que puede ser bien la privatización que acabe con los derechos conquistados o bien dónde tienen los rosarios el obispado. Se echa en falta un informe que nos muestre que esa política concreta puede funcionar en España y que podemos transitar hacia ella sin una revolución. Primero, porque de lo contrario el debate acaba siendo estéril, y segundo, porque con un día de entrenamiento no podemos correr una maratón: hay que analizar, imitar, probar, errar y aprender. Mejorar. Políticas incrementalistas, pragmáticas y aplicables a la realidad, con el marco actual, introduciendo pequeñas mejoras. Los pequeños cambios sí llevan a buen puerto.

El debate debe ser crítico, y en él los medios deben tener un papel fundamental. Se debe sancionar a los que se salgan de las líneas del topic. El periodista debe ser el que vigile que el discurso habermasiano sea racional, pragmático y aplicado a la realidad. Con tres elementos clave: evidencias, argumentos y persuasión. Que sea empírico. Lo que se conoce como bajar al barro de las políticas públicas. Aunque claro, quizás así la política deja de ser todo lo “sexy” que señala Errejón que debe ser. Pero ese papel activo de vigilancia en la calidad del debate es fundamental. La semana la semana pasada, por ejemplo ¿Quién está con Sánchez o quién está con Díaz? ¿Qué bando investirá o no a Rajoy? ¿Cómo debe interpretarse el artículo 36 de los Estatutos del PSOE? ¿Quién es ahora el mandamás del partido? Es algo mutuo. El político, el periodista y el ciudadano se encuentran en una relación simbiótica y deben, de forma recíproca, responsabilizarse del carácter del debate.

De otra forma, la discusión acaba siendo la nacionalidad de Obama o el informe médico de Clinton, y no la descentralización educativa finlandesa o la competitividad tecnológica sueca. Y así, bajo la atenta mirada de Manuel Campos Vidal, vemos como nuestra lista de retos se convierte en una carta a Papá Noel de un niño que no ha hecho los deberes. La calidad del debate político, antes que la falta de una mayoría parlamentaria para formar gobierno, puede ser la verdadera cortapisa para un desarrollo económico, social e institucional.