A partir de ahora en nuestro país se podrá cambiar alegremente de sexo y, con la misma algarabía, matar a un pariente enfermo. Si la tendencia subversiva se mantiene, las argentinas pronto podrán recurrir al aborto legal con un entusiasmo similar al de las pibitas que se embarazan para usufructuar de la Asignación Universal por Hijo. Gracias al matrimonio igualitario, también estamos a un paso de institucionalizar la zoofilia“.
Lejos de regular, las nuevas normas parecen generar una suerte de vacío legal que beneficia la consolidación de conductas aberrantes: hasta los chicos podrán cambiar de sexo por capricho, y resultará mucho más fácil deshacernos del viejo ricachón del cual somos herederos.
Los argumentos son caricaturescos, y sin embargo consiguen difundirse como verdades capaces de desarticular la mentirosa complejidad de problemáticas pergeñadas por agentes perversos. El mayor atropello de estas voces retrógradas consiste en negar el sufrimiento de quienes supieron elevar un reclamo legítimo y convertirlo en punta de lanza para conquistar un derecho (y/o conseguir la abolición de normas y códigos extemporáneos).
De ahí el empecinamiento en sugerir la alegría -en un sentido irónico, como sinónimo de inconsciencia- de quienes piden casarse con su pareja del mismo sexo, cambiar su identidad de acuerdo con el género que sienten propio, llevar adelante o interrumpir un embarazo, que la medicina deje de intervenir a favor de la sobrevida de un familiar enfermo. De ahí la conveniencia estratégica de invisibilizar el dolor que provocan ciertas realidades: por ejemplo reconocerse homosexual, sentirse en un cuerpo equivocado, enfrentar un embarazo no deseado, lidiar con una enfermedad terminal.
Algunos piensan que el odio al otro -al otro distinto- es el gran motor de esta ideología resistente al cambio. Otros creemos que el verdadero agente disparador es la nefasta combinación entre ignorancia y miedo.