El dolor

Por Sergiodelmolino

Quizá peque de falta de pudor, de frívolo, de exhibicionista y de irresponsable, pero necesito estar un rato con vosotros, y no puedo seguir con vosotros sin daros una explicación, aunque eso implique sacar a la luz algo que muchos quisieran mantener en lo más hondo de su intimidad.

Estos días sólo han tenido una cosa buena: descubrir la inabarcable cantidad y calidad de nuestros amigos. No os contesto los mails, muchas veces no puedo cogeros el teléfono, así que quiero aprovechar esta tribuna pública para daros mil millones de gracias, por querernos tanto y tan bien, por saber encontrar las palabras y las caricias adecuadas. Por ser vosotros.

Pienso en Nicolai Ogarev, un frustrado revolucionario ruso de pacotilla del siglo XIX. Sus últimos años los pasó triste y solitario en una casita de Greenwich, y aunque fue un romántico que vivió por y para el amor, que persiguió rayos de luna y se embarcó en romances homéricos, su último domicilio no guardaba rastro de esas pasiones. En las paredes y en los estantes sólo había hueco para recuerdos y fotos de sus amigos, de Alexandr Herzen, de Mijail Bakunin. Muerto uno, lejano e inaccesible el otro. No me importaría morir como él, rindiendo pleitesía a la amistad, dándome cuenta de que es una de las poquísimas cosas que importan en la vida. Dejadme ser vuestro Nicolai Ogarev.

Lo que sigue lo escribí la segunda noche de hospital con Pablo. Necesitaba escribir con una urgencia que no he sentido nunca. He escrito mucho estos días. He llorado mucho más estos días. Y cuando parecía que no me quedaban más lágrimas, volvía a llorar. Pero ahora me he puesto firme y serio, dispuesto a asumir los golpes que Pablo requiera que asuma, dispuesto a infundirle todo el valor y la fuerza que necesita. Dispuesto a secarme para que él no se marchite.

Os dejo este texto en bruto, fruto de una noche de rabia y de desesperación, esperando que no os sintáis ofendidos por él. Después de él, pretendo volver de vez en cuando a este blog. Para contar cosas absurdas, intrascendentes, volanderías que nada tengan que ver con procesos celulares. Necesito este espacio porque siempre me he sentido libre en él, lo necesito como respiradero, como tragaluz del alma, y pienso seguir usándolo. En él he compartido mis alegrías con vosotros. Espero que no os importe que comparta ahora mis dolores.

Este es el texto, sin corregir ni pulir ni recortar ni aumentar. Para eso tendría que releerlo, y no estoy dispuesto a llorar más esta noche.

La enfermedad de Pablo

No sé por qué escribo esto. Nunca he creído en el poder terapéutico de la escritura. Ni tan siquiera de la palabra. Nunca he buscado consuelo en el logos. Creo, con Fausto, que en el principio era la acción, y siempre que he necesitado un estímulo, un impulso que me sacara del abatimiento, me he confiado a la música. La música tiene la capacidad de estimular el reducto reptiliano del cerebro. Es primaria, es extática, es poderosamente radical, en el sentido de que sacude la raíz, lo más profundo de nuestra humanidad. También he recurrido a las drogas. No a los fármacos antidepresivos, sino a las drogas y al alcohol. Su potencial eufórico es más poderoso que el de la música. En el peor de los casos, tan poderoso como el de la música, y está íntimamente relacionado. Son euforias que proceden del poder de la tribu, de las noches estrelladas en el valle del Rif, de las cuevas pintadas de bisontes.

Creo que era Voltaire quien decía que no había tenido un disgusto que no se le hubiera curado con dos horas de lectura. No lo entiendo. Para mí, la lectura, con ser algo indispensable, una actividad sin la cual no puedo concebir la maquinaria de vivir, es algo demasiado elaborado, que exige poner en marcha demasiados procesos mentales conscientes como para devenir un consuelo eficaz. Lo mismo puedo decir de la escritura. Aun siendo un escritor vocacional y técnicamente muy intuitivo, que desprecia muchos de los tópicos del oficio y que tiende a sentir el texto como algo orgánico emocionalmente ligado a las vísceras, jamás he escrito buscando alivio. Siempre he abordado la literatura en frío, incapaz de trazar ficciones a partir de hechos que me duelen o que me están pasando en ese momento. Necesito tiempo y distancia para convertir una experiencia en algo siquiera tangencialmente literario.

Hasta hoy.

Hoy me he sentido acuciado por una necesidad nueva, por un impulso que jamás había sufrido antes. Hoy, por primera vez, tecleo en busca de un alivio, aunque sin esperanza ninguna de encontrarlo, sabiendo de antemano que ni un ápice del dolor que siento va a menguar cuando termine estas líneas. Pero, esta vez, la música y las drogas tampoco pueden nada. Tampoco quiero que puedan nada.

No soy ingenuo ni me agarro a ninguna esperanza vana. No le rezo a ningún dios, no suplico a ningún cielo. Con estas palabras no busco salvación. Aunque sí que busco lo mismo que el desgraciado que reza con las manos juntas. Busco un orden, un discurso, una estructura. Siempre he pensado que detrás de la oración de un hombre desesperado no hay una fe ni una religión ni una creencia sobrenatural. Hay, simplemente, un anhelo de orden frente al caos incomprensible que le devasta. Esta, por tanto, será mi oración.

O no. Eso pienso ahora, cuando he conseguido hilvanar unos párrafos y el sentido del texto se va despejando. Quizá no piense lo mismo dentro de unos párrafos más. Porque no sé qué quiero contar ni cómo contarlo. Sólo sé, con la certeza de las pesadillas, que no va a servir de nada, que no va a curar a Pablo, que no va a salvar a nadie de ningún destino y que ni siquiera me consolará. Pero, al menos, conseguiré transformar el dolor informe que crece en mí en algo gramatical, legible y evaluable. Estas palabras serán como la tintura que permitirá ver al microscopio las células de mi angustia.

Las células de mi angustia. Ya sé por qué no hay que escribir con los dedos escocidos, porque te salen expresiones que jamás escribirías con sosiego y distancia. Sintagmas vergonzantes, impropios de quien busca le mot just.

Las células de mi angustia. Vaya metáfora, qué imagen más grosera. Supongo que me ha surgido porque no dejo de pensar en las células de Pablo, en los leucocitos de Pablo, que se multiplican en su sangre provocándole fiebre y pequeños hematomas en su piel.

No sé mucho de la leucemia. No sé casi nada de nada, pero mucho menos de asuntos médicos. De pequeño, pero de mucho más mayor de lo que Pablo es ahora, mis padres me compraron Érase una vez el cuerpo humano. Era una enciclopedia ilustrada con nociones muy básicas de medicina y salud para niños. En realidad, era una de las muchas secuelas de Érase una vez el hombre, unos dibujos animados didácticos de los 80. Recuerdo que una semana se nos pasó comprar el fascículo correspondiente, o que al kiosquero se le olvidó reservarlo, y yo tenía mucho disgusto por no tener completa la colección. Al juntar todos los volúmenes en la estantería, los lomos formaban el dibujo de un cuerpo humano, y si me faltaba uno, el dibujo no se formaría, se quedaría un hueco. O peor aún, se produciría un salto, un doblez cubista. Así que, por propia iniciativa o empujado por mis padres, escribí a Planeta de Agostini, editora de la enciclopedia, reclamándoles que me enviaran contra reembolso el volumen maldito. Lo hice en una carta escrita de mi puño y letra, en la que empleé todas las fórmulas de cortesía que un niño de siete u ocho años puede aprender, y me esmeré por trazar una caligrafía elegante, marcando muy bien los rabos de las oes y las montañitas de las emes. Los de Planeta de Agostini me remitieron el volumen a los pocos días. Fríamente, acompañado de un albarán. Eché de menos que el señor Agostini hubiera agradecido mi interés correspondiendo a los halagos de mi carta con otra de su puño y letra.

En Érase una vez el cuerpo humano había leucocitos. Eran los policías del cuerpo. Patrullaban las venas y las arterias en coches voladores blancos mientras los glóbulos rojos iban a pie acarreando burbujas de oxígeno. Los leucocitos eran guapos y autoritarios. Imponían orden en las trifulcas entre las células y perseguían a los virus que se colaban en el organismo. Los glóbulos rojos eran mezquinos y resentidos. Envidiaban a los blancos.

No lo había pensado hasta ahora, pero ya en esa enciclopedia los leucocitos eran unos hijos de la gran puta. ¿Cómo tenían la desfachatez los redactores de la enciclopedia de presentar a los glóbulos rojos como morralla resentida y fea y a los altivos leucocitos como héroes bellísimos? Aquello, no me cabe duda ahora, era una expresión de lucha de clases sesgada hacia el lado equivocado: ¿por qué los leucocitos, que no tenían que trabajar físicamente, iban montados en molones coches patrulla, mientras que los glóbulos rojos tenían que acarrear el oxígeno a pie y en su propia espalda? ¿Qué era eso, un cuento de Dickens? No estaban resentidos: los leucocitos merecían perecer en una rebelión de los glóbulos rojos, explotados como esclavos. Al menos, deberían haber dejado los vehículos para los glóbulos rojos y que los leucocitos patrullasen a pie.

Ya no sé ponerle cara amable a los leucocitos. Ha quedado confirmado que son unos hijos de la gran puta. Unos psicópatas que quieren acabar con mi hijo.

Hace unas pocas horas que nos han confirmado que Pablo padece leucemia. Pablo tiene diez meses. A Pablo le gusta el yogur, el jamón de york si se lo damos poco a poco en la boca y comer trocitos de bollo. Le pirran las galletas. Al principio, se las comía él mismo sosteniéndolas con la mano y deshaciéndolas en pedacitos en su boca sin dientes. Pero ahora se ha habituado a que se las demos también en la boca y no quiere cogerlas con la mano.

Le hemos mal acostumbrado a muchas cosas. Le dormimos en nuestra cama si llora en su cuna. Le dormimos en bracitos si llora en nuestra cama. No le imponemos horarios rígidos, le cogemos en brazos mientras comemos y le dejamos que haga todo lo que le apetezca o le haga un poco feliz, desde aporrear el teclado del ordenador a tirar al suelo los mandos de las teles o arrugar las páginas de los libros. Somos absurdamente permisivos y casi siempre sacrificamos la pedagogía por unos minutos de diversión.

Pablo es nuestro hijo. Pablo lo es todo para nosotros. Sin Pablo ya no sabemos ser nosotros. Si queremos seguir siendo nosotros, necesitamos a Pablo.

Hace unas pocas horas que un grupo de médicos, casi todas mujeres, casi todas mayores, nos ha llevado a una salita del hospital y nos ha invitado a sentarnos. Hace unas pocas horas que una oncóloga cuyo nombre ignoro, pero que sospecho que se va a hacer muy familiar para mí en los próximos meses, nos ha comunicado en un tono de voz profesional y muy estudiado y seguro de sí mismo, que nuestro hijo, que lo es todo para nosotros, a quien necesitamos para seguir siendo nosotros, tiene leucemia.

Escribo en caliente, con el dolor abrasándome el pecho como nunca creí que pudiera quemarme. Con los ojos rojos de llanto como nunca los había tenido. Resistiéndome a hacerme la pregunta del “y por qué yo”. Sabedor de que la desgracia acecha siempre a la vuelta de la esquina y de que la felicidad nunca se puede dar por asentada. Siempre me fastidia que me confirmen mis propias creencias, porque son las creencias de un nihilista demasiado sentimental para aplicárselas.

Hasta hace unas horas, Pablo, Cristina y yo éramos felices. No idealizo nada si escribo que gozamos de un amor fuerte y vigoroso, lleno de humor y de risas, despreocupado y tranquilo, plácido, pero no adormecedor, extrañamente estimulante y acogedor a la vez. Cristina y yo casi nunca discutimos por nada, porque creemos que pocas cosas merecen una discusión. Porque, a pesar de lo distintos que podemos llegar a ser, coincidimos siempre en que nos lo podemos decir todo y en que no hay tabúes ni cuartos cerrados. Los dos valoramos la educación. Somos educados y aspiramos a que Pablo lo sea también. Apreciamos la cortesía y la consideramos un vehículo de convivencia esencial (un vehículo de convivencia esencial, jerga de autoayuda, no voy nada bien por este camino). Nuestra felicidad está hecha de sonrisas, de respeto y de no esperar mucho del día de mañana, centrándonos en el hic y el nunc.

Nunca he sido tan ingenuo como para pensar que esa felicidad era inquebrantable. Creo que todo puede romperse y que nada dura eternamente (otro tópico, ya van demasiados en esta escritura caliente que no sé si se dejará corregir o admitirá reescrituras). Sé que todo puede hundirse en un instante, pero cuando se hunde, tus creencias no te salvan del terror. Nada te salva del terror. Cuando llega el hundimiento, estoy tan desprotegido como el más ingenuo de los imbéciles.

Sigo sin saber por qué estoy escribiendo esto ni si se convertirá en una rutina. De pronto, todo se ha vuelto incierto y oscuro de una forma que jamás hubiera imaginado. El mañana ya no es el día que precede al actual, sino, más que nunca, una categoría metafísica, una abstracción llena de paradojas que bloquean mis circuitos.

Pienso en Javier Rodrigo. Brillante historiador, atacado por un linfoma a los veintipico años. Le recuerdo entre ciclos de quimio. Quedamos a comer. Yo me pedí algo contundente y él replicó con unas verduras y un poco de agua, despiadadamente frugal. Me sentí obsceno con mi carne roja y sangrante y mi copa de vino tinto. Frente a mí, Javi, con el pelo al cero, hablaba apocado, como imbuido de una verdad que le había sido revelada y que nosotros desconocíamos, contrapunteado por un tic que le afectaba al lado izquierdo de la cara. Le vi mal, pero no se lo dije.

Poco después de esa comida, Javi empezó a escribir un libro. Cuando lo terminó, lo tituló Hasta la raíz. Luce orgulloso en mi estantería, con una bellísima dedicatoria caligrafiada en la página de respeto. Era un denso volumen especulativo sobre la violencia política y el fascismo. Un ensayo bibliográfico audaz y poderoso, escrito con precisión. Un libro en el que había volcado el alma. Javi me dijo que lo había escrito para reafirmarse. Me dije que el cáncer no iba a poder conmigo, me contó, y una de las cosas que yo soy es un historiador. Así que me empeñé en hacer mi trabajo y en cultivar mi vocación. Para sentirme yo. Hoy Javi es él de una forma salvajemente feliz, prepara doradas al horno y pasta al pesto con su mujer, Alessandra, y goza de la playa en la que vive y se gasta mucho dinero en libros que se compra en La Central del Raval, que es una librería de Barcelona fantástica. Javi quiso ser él y ahora es más él que nunca. No se puede ser más él de lo que es él.

Pablo no tiene trabajos ni vocaciones a los que agarrarse, pero yo sí. Yo soy escritor. La víspera de la peor noticia que hemos recibido nunca, Cristina y yo habíamos ido a Heraldo de Aragón a empaquetar mis enseres de casi diez años de trabajo periodístico. Acabo de dejar el periódico para volcarme en la escritura, para terminar mi novela y arrancar de una vez mi renqueante carrera de escritor. Así que supongo que ahora estoy haciendo lo único que puedo hacer para no diluirme en el dolor: escribir. No como consuelo, no como grito desesperado, no como venganza. Simplemente, porque una de las cosas que soy es escritor. Y los escritores escriben.

No sé si esto va a tener continuidad o tan siquiera una mínima estructura. No sé si alguna vez lo leerá alguien aparte de mí. No sé si lo borraré nada más poner el punto y final, avergonzado de mi frivolidad, intentando buscar las palabras adecuadas y las frases con ritmo mientras mi hijo duerme agitado en la cuna del hospital -he oído a las enfermeras llamar corralitos a esos armazones de metal que hacen las veces de cunas-, conectado a un gotero y a una sonda. Pero he pedido que me traigan el ordenador portátil y a nadie le ha extrañado, a nadie le ha parecido inapropiado. Pensarán que un escritor escribe, que es lo normal, lo que le corresponde, lo propio de su condición.

Un escritor escribe para sentirse escritor y para seguir sintiéndose él. Para que sus átomos no se esparzan en el aire. La palabra es el único aglutinante que puede sellar mi cuerpo y mantenerlo ensamblado hasta el final de esta historia, sea cual sea.

El dolor no amaina, el consuelo no llama a ningún orificio de mi cuerpo. Si ha habido bálsamo, estoy tan arrasado que no he sentido cómo se derramaba por mi cuerpo. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, decía Borges, el ciego que tanto sabía de la condición humana y tan poco de la vida. Y yo, que creo saber mucho de la vida y muy poco de la condición humana, cada vez le siento más sabio, más amigo. Uno de esos amigos descarnados y lúgubres de los que apenas puedes esperar otra cosa que condescendencia. Pero amigo al fin.

El terror no mengua, pero las letras me ayudan a avanzar en el caos. Me esmero por utilizar una sintaxis correcta y un estilo sencillo, directo y absolutamente racional. No busco la histeria al escribir, sino el orden de las reglas gramaticales y la elegancia de la frase bien construida. No quiero reflejar el caos en la escritura, quiero defenderme de él, armarme contra él. Y eso creo que sí que puedo conseguirlo, aunque el pecho siga quemándome y no se vaya a apagar nunca.