La poesía de Gustavo Solórzano Alfaro tiene el carácter engañoso de la tranquilidad: leída en voz alta, parece confiar en el balance de las sílabas, en la musicalidad de la sintaxis. Vistos así, sus poemas buscan rehabilitar los valores de la tradición—la mesura o el recato como fórmula expresiva. Sin embargo, creo que sus intereses se vinculan con los de los autores modernos que usan la estructura para hablar de todo aquello que puede violentar los códigos fijos. Ni decimonónico ni extemporáneo, Solórzano Alfaro comparte con Baudelaire y Rimbaud, con Eliot y Aleixandre, por ejemplo, la creencia en el texto que en sí mismo puede ser una explosión: el correlato de lo que se describe no está precisamente en la materialidad de cada verso, sino en lo que se insinúa por el margen, en eso que contradice o expande cada declaración al punto de crear un poema paralelo que confía más en las torceduras.
Desde el título de su tercer libro, La múltiple forma del delirio (San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2009), se anuncia el vencimiento de la unanimidad: la expresión apunta a la creencia en una práctica literaria desbordada que sirve de plantilla, a veces invisible, a la misma escritura. La confianza en los fósiles poéticos queda así superada por una riqueza que a juro incluye la posibilidad del error y del fracaso. El poema final, que da nombre al conjunto, es bastante elocuente. El epígrafe de Octavio Paz—uno de los escritores tutelares de Solórzano Alfaro—de hecho comienza con el verso “Esto que se me escapa”, y se refuerza más adelante con un verso del poeta costarricense: “Luz no hecha sino cambiante” (p. 55). Entre una y otra frase se nos refiere lo que podría ser una historia de amor, compuesta por la misma complejidad de esos enunciados: usando el erotismo como poética, Solórzano Alfaro nos convence de su necesaria yuxtaposición, y con ello nos hace enfrentar una textualidad que se declara en constante deslizamiento, hasta bordear lo inefable. La sección culminante de ese último poema reitera esa creencia:
Me sepulto, ahogo, resucito.
No es posible comprender.
Me redimes y te redimo.
La piedra arde finalmente.
La paradoja ahora es visible.
Donde caí olvidado
hoy digo lo que más me duele,
y el dolor se me encoge,
se consume y se desmaya.
El dolor conjugado,
la tarde tan hermosa,
es todo lo que importa (p. 60).
Esa estrofa se compone de dos partes casi simétricas. La primera está formada por versos individuales, como sentencias sin vínculo con el proceso de un relato amoroso; en tal sentido, pueden leerse como conclusiones anticipadas de aquello que le sigue: una segunda parte que sí confía en el desarrollo—un verso continúa en el siguiente, hasta crear una proposición más dilatada—y reitera el valor de la dicción. Por la lectura sabemos que el acto de pronunciar el dolor mitiga ese dolor. Quizá ésa sea una conclusión sólo parcial, sin duda terapéutica, en el contexto de una literatura que previamente ha admitido la imposibilidad de comprender. En todo caso es una lección válida para esa escritura: lo que no se puede decir bien o decir completamente cuenta con un perfil curativo. El delirio y sus variadas representaciones cuentan con la frágil realidad necesaria del mito: como la ciudad del poema “Nueva York”, la poesía tiene los atributos de lo ilusorio, lo taciturno, lo hermoso, y se convierte en una niebla potente que se puede habitar.
Esas virtudes son como la redención laica de un mundo donde no pasa nada, como lo indica uno de los mejores poemas del libro, “Fijeza de los trenes”. Sus cuatro secciones son como el recuento de la inmovilidad y del agobio:
Mira cómo puedo quedarme:
fijo en un punto,
en un punto sin salidas ni senderos,
sin otra aspiración que quedarme sentado (p. 19).
Unos versos que podrían leerse como una experiencia del vacío quedan matizados por cierta obstinación: el sujeto del poema de hecho compra un boleto en la estación ferroviaria, a pesar de que “habían clausurado los trenes” (p. 23). El gesto es producto del olvido, como allí se nos dice, pero a la vez revela la promesa y el impulso del viaje. Es un movimiento igualmente alucinatorio, tal vez, que contiene la energía de un mito fundador. En la poesía y en el amor, el verbo “fijarse” tiene el significado de anclaje y atención, funciones que reproducen una vitalidad paradójica—de nuevo, una expansión al margen del dolor. El resumen del libro, con su ondulación entre diversos grados de zozobra y amparo, a lo mejor se encuentra en una línea del poema “Comunión”: a pesar de todo, “Hoy es fiesta y no hay derrota” (p. 38).
Solórzano Alfaro sigue apegado a la necesidad de la fábula en su siguiente libro, La condena (San José: EUNED, 2009):
Estuve enfermo y volví a mis libros,
y en ellos encontré de nuevo la esperanza:
vacía y seca, pero nueva;
terrible y muda, pero grande (p. 33).
Esos versos y los otros del poema “Los libros” se pueden leer como un enunciado literal sobre una biblioteca y como una formulación autorreflexiva—la referencia es a los títulos propios, a las páginas firmadas por Gustavo Solórzano Alfaro. De esa manera, la lectura se inscribe en la órbita de la fiebre, que a fin de cuentas es la dimensión donde tiene lugar la exégesis más acertada. Lo que se vislumbra en los textos está matizado por la enfermedad: cuando se habla de algo se construye una poética que, como en el volumen anterior, oscila entre distintos estados que, en su amalgama, adquieren el carácter de mito. Esa reunión—que engloba el vacío, la esperanza, el silencio, el horror y la grandeza—parecen apuntar a la elaboración de una teoría del poema como Aleph:
En esos libros, raros y olvidados como los de Poe,
vetustos según decía,
habitaban las llamas secretas de mi pasada historia:
cada instante estuvo siempre en esas letras,
cada letra era un nombre antiguo
equivalente y total de la tristeza (p. 33).
Como dije de La múltiple forma del delirio, aquí también hay una especie de correlato que sugiere que el poema se explaya hasta incluir incluso sus contradicciones. Los versos citados nos indican que toda la tristeza está en las palabras leídas, pero eso no supone que esas palabras leídas sólo incluyan la tristeza. Más que un retruécano, la frase anterior es una descripción del amplio margen que sustenta la poesía de Solórzano Alfaro. En ese espacio cabe también la ironía punitiva y sangrienta: como leemos en el segundo apartado de “Los libros”,
Soy un cobarde.
No hay más poesía que eso.
No hay más poesía (p. 35).
A la confesión susceptible de la línea inicial le sigue una contradicción, basada en el sencillo escamoteo: el tercer verso únicamente parece apocalíptico porque su autor no se conforma con “eso” que ha escrito antes y lo ha suprimido en la letra. Sin embargo, en el cuerpo del libro, “eso” no ha sido tachado, y sobrevive como evidencia de una enfermedad que cuenta con un claro remedio—la escritura misma, como materia y como virtualidad. A lo mejor, en un contexto más amplio, lo que Solórzano Alfaro anota allí es una respuesta diferida a la cuestión de la poesía moderna según Adorno la planteara—Wozu Dichter (…), para qué los poetas en tiempos de penuria—: el poeta es en su opinión el receloso que acaba de escribir lo que acaba de leerse y no puede borrarse, porque se ramifica más allá del vocabulario y la sintaxis. Basado en la utopía de lo recogido y lo impreso—el lugar de toda redención literaria está en la página que antecede—, Solórzano Alfaro nos remite a una condena que halla sus atenuantes en el evento de la composición. Como nos asegura, el sujeto de su libro es aquél que da con
(…) la salida de este laberinto,
de este jardín donde los frutos se han perdido,
donde todas las sombras reclaman
y todos los abismos se olvidan (p. 72).
Ese verso final parece reiterarnos la idea de que el dolor puede encogerse hasta ser solamente un fragmento del “nombre antiguo”; el resto es el conjunto de elementos que de modo visible u oculto complementan, impugnan, redefinen o simplemente dejan de lado el dolor, en un delirio que se asume como desagravio.
Luis Moreno Villamediana
Ilustración: “Bibliothèque pour enfants”, Martine Franck