El Nilo es el segundo río más largo del mundo, sólo un poco más corto que el Amazonas, según las últimas mediciones. Es uno de esos ríos caprichosos, como el Colorado o el Congo, que parecen desafiar a la propia naturaleza de la que surgen. Nace en la zona de los grandes lagos africanos, desde donde se define su trazado más largo con el Nilo Blanco, pero su caudal se debe, sobre todo, a la rama más corta, el Nilo Azul.
Podía haberse ido a desembocar al océano Índico o al mar Rojo, mucho más cerca, pero se decidió por el Mediterráneo porque las montañas que flanquean el valle del Rift por el este le cierran el camino. En su camino atravesará el desierto del Sáhara sin recibir una sola gota de agua de ningún afluente y apenas unas gotas testimoniales por la lluvia durante más de dos mil kilómetros. Hasta el delta de su desembocadura, son apenas unos pocos kilómetros los que desde sus márgenes se benefician del agua. En muchos lugares el desierto empieza a solo unos metros de sus orillas. La imagen del desierto atravesado por el río es una de las visiones más irreales que se pueden ver en este planeta.
Es ahí, en el desierto, lejos de la frondosidad de sus verdes orígenes, donde el Nilo ve recompensada su proeza. Nada menos que una de las primeras civilizaciones del mundo se desarrolló a su paso. El antiguo Egipto de los faraones, rebosante de esplendor y grandeza, asombro de sus coetáneos y de las generaciones actuales. Una de las civilizaciones más poderosas e inmovilistas que ha existido. Hay quien achaca a ese inmovilismo su desaparición final. Dudosa causa que tardó tres mil años en hacer efecto.
¿Dónde habrá estado de vacaciones este bloguero?