En el etéreo jardín de los sentidos supe de un insólito dragón que poseía un don.
Brillantes palabras manaban de su boca; eficaz arma con la que conseguía el dulce néctar que alimentaba su insaciable alma. Ardiente fuego su elocuente verbo, pronunciado en cadencias que magistralmente acariciaban la aterciopelada piel de sus víctimas.
Rosas, blancas, amarillas o rojas; a todas seducía diciéndoles ser la más hermosa, la más deseada, su rosa preferida.
Ingenuas flores que adornaban de variado color su jardín. Inmoladas por la belleza de su prosa falsa. Felizmente cautivas. Regalándole sin freno la lúbrica fragancia, hasta desposeídas caer marchitas.
¡Feliz día de las letras y las flores!