La palabra "criminal" no es un exceso, sino una realidad demostrable, porque muchos de los comportamientos políticos españoles están penados como delitos graves por nuestra ley y, con mucha más dureza, en la legislación de la gran mayoría de las democracias del mundo.
Es criminal multar y acosar a un comerciante por rotular el nombre de su negocio en el idioma español. No lo es menos lanzar a los recaudadores de los partidos para que exijan "comisiones" a los empresarios que reciben subvenciones o ganan contratos públicos. Esa práctica, generalizada en gran parte del país, se diferencia poco de la extorsión que practica ETA al exigir el "impuesto revolucionario" al empresariado vasco. También es delito elaborar listas negras y vetar a empresarios y profesionales en concursos públicos y subvenciones, únicamente porque son críticos o porque se niegan a pagar comisiones, como hacen muchas de nuestras administraciones públicas. Delito flagrante y atropello es otorgar puestos de trabajo "a dedo" a los familiares, amigos o pagar sueldos camuflados a militantes del partido, crear empresas públicas innecesarias, sólo para colocar a los paniaguados del poder o incrustar en los listados de un ERE a militantes del partido, para que cobren prejubilaciones, sin que jamás hayan trabajado en la empresa, como acaba de descubrirse en Mercasevilla, empresa pública dominada por el PSOE de Sevilla.
Hay otras muchas fechorías y marranadas que, aunque no sean delito en España, donde la legislación es más tiránica y corrupta que democrática, si lo son en cualquier democracia decente del mundo. Hablemos, por ejemplo, de pactar con partidos contrarios a la propia ideología, sólo para gobernar, sin haber informado previamente a los votantes, traicionando de ese modo el voto recibido, o pactar con otros partidos, como se hizo en Cataluña, sólo para impedir que el adversario (PP) pueda llegar al poder.
Criminales son los miles de enriquecimientos injustificados de miles de políticos españoles, la impasibilidad de la fiscalía ante miles de delitos cometidos por políticos en el poder, la financiación de miles de ayuntamientos españoles a través del urbanismo salvaje, la utilización persistente de la mentira y del engaño como método de gobierno y mil fechorías más que convierten a España en una pocilga mundial maloliente.
No son delictivos numerosos comportamientos de los políticos españoles, pero sí son humanamente deleznables y democráticamente sucios, como el que sean los partidos los que elaboren listas cerradas e intocables de candidatos, impidiendo así a los ciudadanos ejercer su derecho sagrado a elegir a sus representantes, o que no exista control alguno sobre los fondos reservados, muchos de los cuales se han utilizado para enriquecerse, o el que los partidos nombren directamente a jueces y magistrados, violando así el vital principio de la independencia judicial, o el que los partidos hayan ocupado la sociedad civil, penetrando en espacios que la democracia les veta expresamente, como los sindicatos, las religiones, las universidades, los medios de comunicación, las cajas de ahorros y muchos otros, algunos fisicamente copados por los políticos, que se sientan en sus presidencias y consejos, otros controlados a través del dinero público.
Quizás no sea delito, pero debería serlo, arruinar a muchas cajas de ahorros españolas que, antes de que los políticos las coparan, eran magníficas y respetables instituciones. Algunos de esos políticos "asesinos" de cajas han repartido créditos a los amigos, los han condonado y han hecho desaparecer, como por arte de magia, cientos de millones de euros, sin que les haya ocurrido nada, con nauseabunda impunidad.
La calaña de nuestra "casta" es espeluznante, aunque, por fortuna, no todos los políticos son ratas de cloaca. Todos conocemos a empresas que sólo viven de las subvenciones y a otras que dejarían de existir si no recibieran contratos y subvenciones, como las que figuran en el expediente del caso Gürtel ¿Quién no conoce a gente marginada por un político, a familias amenazadas y a numerosa gente marginada y arruinada por voluntad de un político electo o alto cargo? Muchos conocen casos de gente que, para abrir su negocio, tuvo que pagar una comisión que se repartieron entre el intermediario y el partido o decenas de concursos públicos otorgados a dedo, al margen de la Ley de Contratos del Estado. Hay muchas empresas, proveedoras de los gobiernos, que se ven obligadas a "contratar" a amigos de un político o enchufados del partido, a cambio de un contrato. También hay gente que cobra sin trabajar, camuflada como asesor externo, a las que previamente se les ha pedido que se dén de alta como autónomos para poder "cobrar" cada mes, sin salir de su casa.
En mi primer ensayo político, titulado Democracia Secuestrada, preguntaba a mis lectores si les gustaría pertenecer a un club exclusivo en el que la mitad de sus miembros estuvieran implicados en delitos como la estafa, el uso fraudulento de tarjetas de crédito, malos tratos a sus esposas, entrega de cheques sin fondos y hasta sospechas fundadas de violaciones y pederastia. Después les decía que ese club no era un refugio de la mafia o una cofradía de ex presidiarios, sino nada menos que una fotografía fiel, extraída de informes policiales, del Congreso de los Estados Unidos de América (en tiempos de Richard Nixon).
Si el Congreso norteamericano, a pesar de que allí la Justicia es más severa e independiente, los controles a los políticos son decenas de veces más intensos que en España y donde los diputados no gozan, como en España, de práctica impunidad, llegó a ser así de nauseabundo, ¿Cómo ha podido llegar a ser, desde una óptica delictiva, el Congreso de los Diputados en la degradada democracia española, una de las de peor calidad en todo Occidente?
Una anécdota para llorar y poner un sello de certeza a la baja estofa de nuestra "casta": una delegación de cinco o seis dirigentes socialistas, encabezada por Alfonso Guerra, llegó a Roma, a finales de 1982. Los socialistas acababan de ganar las elecciones por mayoría absoluta y gozaban de gran admiración y respeto. Dos de los integrantes del grupo (Alfonso Guerra no era uno de ellos) se "enamoraron" de la mujer de un simpatizante socialista que vivía en Roma y que los recibió en su casa con todo cariño y admiración. Después de la cena, los dos altos cargos le pidieron "prestada" a su esposa para "pasar la noche". El militante, indignado, les dijo que eso era una indecencia y se negó. Le dijeron que entre los socialistas no existe propiedad alguna sobre las mujeres y que ellos, como socialistas, practicaban el amor libre, insinuándole que si quería recibir un "cargo" en España, debería acceder.
No voy a revelar el nombre de aquellos cerdos, ni voy a contarles el desenlace de aquella historia indecente y sucia, pero si les diré que cuando la conocí de primera mano comprendí que las elecciones de 1982 habían abierto las puertas del poder en España, junto a gente honrada que creía en las utopías y valores, a algunos miserables, auténticas ratas de cloaca.
Tres de los integrantes de aquella delegación siguen siendo representantes electos en algunos de nuestros parlamentos, entre ellos uno de los dos que pidió prestada a la esposa del joven socialista, al que, posteriormente, le aconsejé personalmente que no pidiera, como pretendía, la militancia en ese partido porque, aunque aquellos tipos fueran socialistas destacados, merecían la etiqueta de canallas.