Por Hogaradas
Lo conocí en una pista de baile, y jamás podría haber pensado que se convertiría en uno de mis mejores amigos, con el que además compartiría muchos más bailes que aquel primero.
Eran tiempos aquellos en los que cualquier día de la semana era bueno para salir, y cualquier excusa perfecta para lanzarnos a la vida nocturna de una ciudad que parecía cobrar vida cuando se encendían las luces de las farolas. Pero si había un día especial eran los jueves, marcados en el calendario como cita obliga, y noche “de moda” durante mucho tiempo para quienes no trabajaban al día siguiente, y para quienes, haciéndolo, tenían el aguante suficiente para dormir poco, o incluso no hacerlo.
Solíamos salir los jueves, ese era el punto en el que comenzaba ya nuestro fin de semana, y acudíamos a un local de “salsa” en el que un grupo de jóvenes aprovechaba ese día para demostrar a los presentes sus avances con los bailes latinos. Me encantaba verlos bailar, la facilidad con la que cambiaban de pareja, como giraban y se mezclaban entre ellos, y ese final en el que formando un círculo, los chicos acababan cogidos de las manos haciendo un pequeńo asiento para ellas, como punto y final de aquel espectáculo gratuito.
Siempre me ha gustado bailar, y había tenido la suerte de encontrar a la mejor pareja de baile, alguien con quien desenvolverte en la pista con la soltura de quien lleva haciéndolo toda la vida. Hacerlo resultaba sencillo, solamente necesitaba dejarme llevar, lograr que mi cuerpo no opusiera ninguna resistencia y se moviera al ritmo que él le marcara, con suavidad, delicadamente, sin prisas, al igual que sucedía con la bachata, despacio, con un leve movimiento de cadera, levantando lo justo el pie del suelo, luego el otro…
El otro día pensaba en lo mucho que echo de menos salir a bailar, como lo hacía antes, y en cómo esa ańoranza había hecho que de una manera completamente inconsciente hubiera convertido las pasadas Navidades el salón de mi casa en una improvisada pista de baile. En ambas ocasiones había aprovechado la visita de amigos, los mismos con los que tanto bailé en su día, para retomar de nuevo aquellos momentos, incluso hasta con la misma música. Lo más gratificante de todo fue comprobar que ni ellos ni yo hemos cambiado, que seguimos disfrutando de esa complicidad tan especial que nos ha hecho mantener nuestra amistad durante tantos ańos, incluso descubrir que los movimientos, los gestos, todo sigue siendo igual, que continúa esa perfecta armonía de quien eliges y te ha elegido para compartir momentos como éste, como otros, con la seguridad de que no pueden ser con ninguna otra persona.
El dulce aroma de la amistad, ese del que nunca te cansas, el que reconoces al instante, por tuyo, el que impregna tu ropa, tu pelo, pero sobre todo, ese, el único capaz de conseguir perfumar los corazones, al que siempre recurres porque con él te sientes vivo, protegido y feliz.