Abandonó para ser libre. Dijo. El aumento del capital de la editorial se hace en nombre de cargas que estrangulan al libro como herramienta de emancipación. Así lo cuenta Thierry Discepolo en La traición de los editores (Trama). Mantener el funcionamiento de grandes grupos editoriales, como Hachette en Francia, desvela que el auténtico problema no es la estructura capitalista de la edición, sino la inflación de libros que son más un producto que una obra, con los que se inundan las librerías cada semana. Hechos rápido para ser leídos rápido. El objetivo: ventas masivas en poco tiempo. En el negocio, la búsqueda de la excelencia literaria –a base de horas de lectura- se ha echado a un lado para darle todas las horas posibles a la producción de una renta infalible. Una tras otra.
Una biografía y un libro de entrevistas a dos referencias de la edición en España –Josep Janés y Jaime Salinas- permiten valorar qué fue del negocio, cuándo cambió y, sobre todo, ¿para qué sirve un editor hoy?
Para pagar lo que se debe
Cuenta Josep Mengual en A dos tintas (Debate), biografía del editor catalán Josep Janés (1913-1959), que a partir de 1948 las autoridades británicas empezaron a “reclamarle con insistencia unos pagos por los derechos de publicación que el editor barcelonés había ido dejando pendientes con la esperanza (¡santa inocencia!) de ser finalmente exonerado”. Santa inocencia…
Este es uno de los motivos por los que el editor que había filtrado al lector español la literatura anglosajona, desplaza su énfasis hacia la literatura española desde los cincuenta. La necesidad convirtió al editor en un cazatalentos de nuevos escritores. En este resurgir Janés no estaba solo, porque Destino lanzaba el Premio Nadal –con gran crédito- y a su primera galardonada, una desconocida de 23 años llamada Carmen Laforet.
A pesar de la motivación por revelar la nueva narrativa, Mengual rescata una cita de 1942, del periódico El español: “Parece que escriban sus obras sin preocuparse de llegar a un público amplio, que no quiere decir un público vulgar, y en muchos casos sus obras carecen de interés humano que las haga universales, porque se reducen a plantear problemas domésticos o edifican creaciones sobre un mundo de tópicos”. Cualquiera podría haber leído la misma reseña sobre jóvenes escritores en un suplemento cultural este fin de semana.
Para mantener (vivo) el negocio
En conferencia de 1955, titulada Aventuras y desventuras de un editor, explicaba Josep Janés los motivos que le habían llevado a crear una nueva manera de publicar en España: “Sobre mis intenciones al lanzarme a editar novelas con aquel lujo inusitado se hicieron toda clase de conjeturas. La explicación era sencillísima y de muy cortos vuelos. Lo confieso a riesgo de decepcionar. En aquella época el papel era escaso, editar resultaba difícil. Con el beneficio de un libro mensual, que era todo lo máximo que podía editar, tenía que vivir. Por consiguiente, tenía que hacer un libro lo más caro posible. El libro ilustrado a dos tintas tenía éxito y tuvo imitadores”.
Y lo cierto es que a los 33 años, y apenas siete después de la guerra civil, Janés transmitía una imagen de triunfador, de éxito empresarial y social “que no podían hacer prever los problemas que debería afrontar”. El interés de Janés por las bellas ediciones, las ediciones suntuosas, lo que comúnmente se conoce como el libro del bibliófilo, se remonta a la preguerra y no dejará nunca su inversión en este tipo de ediciones. La idea era presentar a los autores estética y comercialmente potentes en muy bellas ediciones, en la posguerra.
Para alcanzar la gloria (sin traicionar al lector)
Recuerda Janés, en esa misma conferencia a la que nos referíamos, al que consideraba gran maestro de todos los editores de entonces, Gustavo Gili. Le hablaba de los distintos modos de ser editor. Janés le decía que a su modo de entender existían dos tipos de editor: el industrial y comerciante, “atento sólo a su negocio, y para el cual toda otra consideración no cuenta”. De éste dice que sobrevive, pero “deja muy poca estela”.
Por otro lado, está el editor “con un sentido casi misional de su profesión”. Para éste no cuenta el aspecto comercial de su empresa. “Suele dejar estela, pero no sobrevive”. Así que ambas trayectorias son de corta duración. Janés traza estas dos vías para inventarse la tercera: “Mi aspiración es poner al servicio de este último concepto lo que tiene de sólido y de creador el primero”.
La parte ilustrada del corazoncito comerciante de Janés latía por la colección El Mensaje, cuya ambición era “la de reunir en una colección sobriamente concebida y realizada, un panorama vasto y completo de todo lo fundamental que ha producido el pensamiento humano”. La consideraba como su gran obra, de entre las más de cincuenta colecciones que arrancó en sus múltiples vidas –a cada cual con un nombre peor-.
Para ser un intermediario
Jaime Salinas (1925-2011) reconoce haber sido un lector tardío, que depositaba la responsabilidad de la lectura editorial en sus colaboradores. “Un editor es (o, mejor dicho, era) un intermediario entre el escritor y el lector”. Reduce su papel y sus actuaciones a aquel que “traslada esa escritura a un objeto encuadernado, impreso”. Entre Salinas y Janés –editores con una generación entre medias- hay un fuerte vínculo por el cuidado estético del producto.
En Jaime Salinas. El oficio de editor (Alfaguara), el periodista y también editor Juan Cruz pregunta y persigue a un interlocutor escurridizo y retraído, muy crítico y escéptico con la profesión de la que está jubilado en el momento de la conversación. La responsabilidad cultural de la edición “ha quedado en segundo plano”, “la prioridad es lo comercial” y eso “naturalmente, condiciona el tipo de escritura”. Mal asunto.
Para resistirse a publicar
“Antes, el editor se preocupaba de no perder dinero, pero no se pensaba tanto en hacer fortuna con los libros. Ahora [1998] la edición es una empresa como otra cualquiera”, aseguraba Salinas a Cruz. “El editor de hoy se resiste a publicar un libro que sabe que va a tener una audiencia reducida. Creo que a veces hay que publicar obras que uno sabe que se van a vender muy poco”. Sólo “a veces”.
Salinas, el defensor de los marginales, tenía una curiosa teoría acerca de estas apuestas: “Lo que no se puede es pagar anticipos por libros difíciles, libros obtusos”. Cuenta cómo el autor no contaba en la cadena del beneficio, porque el departamento financiero “mostraba un enorme desprecio por el escritor” y en el momento de pagar, siempre, se hacía antes al impresor, al encuadernador, al papelero “y si quedaba dinero, se pagaba al escritor”.
Para (intentar) crear un catálogo
El hijo del poeta exiliado Pedro Salinas, trabajó con Carlos Barral en Seix Barral, en 1956, para irse con José Ortega Spottorno y con Javier Pradera a la aventura de Alianza (que descubrió a los españoles el libro de bolsillo de calidad), llegó a Alfaguara, más tarde aceptó la Dirección General del Libro y Bibliotecas con el primer gobierno socialista, para regresar a la edición en Aguilar. “Es un oficio que no necesita ni hacer una carrera, ni estudiar nada en ningún sitio, ni tener especiales conocimientos de nada”, explicó.
Un buen editor necesita, según la dilatada experiencia que tuvo Salinas, “conocimiento de lo que es la fabricación de un libro”, “toda la labor de la confección intelectual” y “tener interés en su comercialización y su promoción”. De la lectura, como vemos, no hablaba mucho. Su papel estaba más en la cocina del material seleccionado. Recuerda con especial gusto el lanzamiento de su mayor descubrimiento: Aliocha Coll.
El catálogo es la cara del sello y la ideología del editor. Así lo resume en sus conversaciones Jaime Salinas. Ahí, en el catálogo –otro de los grandes olvidados en la actualidad- es donde el editor “refleja su sensibilidad y su personalidad”. Juan Cruz -editor de Alfaguara en aquella conversación en El Escorial- añade que “el catálogo no está dirigiendo las editoriales”. Otro motivo más para el estrabismo.
Para no olvidar las rencillas
Toda una vida en el mismo negocio da para costurones que no se pueden esconder, aunque no se muestren. Los de Salinas empiezan en Barral, de quien creía que infló su vida más allá de lo real. “Era muy desordenado y también bastante perezoso”, explica a Cruz, que acaba de preguntarle cómo es posible que dejara pasar el manuscrito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. “Así que creo que más que rechazarlo llegó un momento en que se reclamó repetidas veces y decidió devolverse”. El mal de la falta de lectura.
Si Barral quería cambiar las portadas, él se ponía muy nervioso, “porque generalmente eran cambios arbitrarios, es decir, que Carlos estaba queriendo hacer algo para lo que no estaba preparado”. “Me pregunto si no aprendí más acerca de las cosas que no se deben hacer”.
Fue Salinas quien descubrió para Alianza y para el fetichismo patrio al grandísimo Daniel Gil, que otorgó la imagen de sello a la colección. Algo inédito hasta ese momento. Con Alfaguara tampoco tuvo buen trago. Allí trabajó con otro diseñador de primera: Enric Satué. “Le expliqué mi obsesión por que cada libro tuviera su identidad propia, respetando el formato y esa unidad gráfica”. Fue entonces cuando llegaron a la “ele” invertida, que hoy mantienen las tapas de la editorial de Prisa.
“Los riesgos comerciales eran grandes, pero lo que preocupaba a Alfaguara era hacer libros para ese sector que yo consideraba a punto de desaparecer, el público con vocación de lector”, cuenta Salinas en el libro elegido, curiosamente, para celebrar los primeros fuegos artificiales de su primer medio siglo de vida.
“En Alfaguara se cometió un grave error al cambiar tan precipitadamente las cubiertas. Llegó un momento en que parecía que a algunos miembros de las altas esferas no les gustaban los libros que hacíamos porque les parecían todos el mismo”, señala Salinas al pronunciar una de las mayores esclavitudes del editor en un gran grupo: la mediocridad de sus superiores.
Fuente: El Confidencial