El Efecto Cuerno o Efecto Diablo

Por Av3ntura

Nuestra mente acostumbra a pasarse la vida jugando a tirarnos piedras y a esconder la mano. Asentada en nuestro cráneo dirige cada uno de nuestros pasos sin que nos demos cuenta y acaba llevándonos por dónde quiere y haciéndonos creer lo que más le conviene.

Cada vez que nos vemos ante una situación comprometida actuamos en consecuencia culpando a los demás de nuestra mala suerte y poniendo excusas de lo más absurdas para justificar nuestro tropiezo, pero casi nunca se nos ocurre preguntarnos si no habremos tenido alguna responsabilidad en eso que nos ha pasado. Tampoco ponemos nunca en cuestión esa vocecita que nos guía de forma discreta, sin que la puedan oír otros y sin que nadie intuya su constante presencia.

Nuestra mente se equivoca tanto como nosotros y nos hace ver, oír y experimentar cosas que no siempre se corresponden con la realidad. De ahí que resulten tan determinantes las palabras que decidimos utilizar para hablarnos a nosotros mismos. De tanto repetírnoslas, tendemos a creérnoslas y a darles absoluta credibilidad. Cuando eso pasa, estamos definitivamente vendidos y a merced de nuestra propia disfunción cognitiva.

Si admitimos que esto nos sucede con lo que pensamos de nosotros mismos, ¿qué no nos sucederá con lo que pensamos de los demás?

Pese a que queramos creernos los reyes del mambo en comparación con el resto de especies animales, no dejamos de ser organismos biológicos gobernados por innumerables enzimas que, cuando dejan de estar en equilibrio, provocan infinidad de problemas orgánicos. Del mismo modo que podemos enfermar del hígado o de la propia sangre, también nuestras neuronas pueden empezar a saltarse ciertas reglas y a ir por su cuenta y riesgo, haciéndonos caer en muchas trampas mentales que acaban confundiéndonos y dificultando nuestras relaciones con los demás.

A partir de una imagen encontrada en Pixabay

Si el denominado efecto halo nos hace creer que una persona que es muy atractiva físicamente tendrá otros atributos muy positivos y ninguno negativo, el psicólogo Edward Thorndike acuñó el término "efecto cuerno" en 1920, también conocido como "efecto diablo" o "efecto de cola bifurcada" para explicar lo que les pasa a las personas que creen que alguien que presenta un atributo muy negativo no tendrá ninguno positivo.

Ambos efectos, el de halo y el de cuerno, están estrechamente relacionados y explican nuestra tendencia a creer en santos y en demonios. O una persona es muy buena, o es muy mala. Pero no nos damos cuenta de que nadie puede ser del todo bueno ni del todo malo, porque estamos a merced de cómo nos ven los demás y cómo nuestra mente ve a los otros. En función de la relación que tengamos con cada una de las personas con las que interactuamos, para algunas seremos buenos y para otras seremos malos. Pero esas percepciones no dejan de ser subjetivas y no tienen por qué corresponderse con lo que cada uno pensamos de nosotros mismos.

Se cuenta que Leonardo da Vinci, sin saberlo, se sirvió del mismo modelo para pintar a Jesús y a Judas, en su obra La última cena. El joven que posó para darle vida al Mesías en la pintura, siete años después era un peligroso preso que inspiró la figura del traidor.

A lo largo de nuestra vida nos movemos continuamente entre luces y sombras, brillando por momentos y embarrándonos en otras ocasiones. Pero no hay mal que cien años dure y nuestra peor versión también llega un día en que se acaba suavizando.

Es fácil detectar el efecto cuerno o diablo en el ámbito de la política, cuando se está en campaña electoral. Más que en intentar convencernos de las cualidades que tiene la formación política que nos está pidiendo el voto, los políticos se centran en desprestigiar a los políticos de las otras formaciones que concurren a las elecciones, poniendo el foco en los errores más graves que han cometido para tratar de convencer al electorado de que no serán capaces de hacer por el bien de su pueblo.

En lugar de demostrar con hechos lo que son capaces de hacer bien, el mensaje que nos trasladan es el motivo por el que no hemos de votar a sus oponentes. Pero eso no nos garantiza que ellos sean mejores.

Tan habituados estamos a dejarnos enredar por nuestros propios prejuicios que no somos plenamente conscientes de cómo guardamos las distancias con determinadas personas sólo por el hecho de que alguien un día nos contó un episodio negativo sobre ellas o porque las juzgamos por su aspecto físico o por su inclinación sexual o por su supuesto pasado turbio. Si alguien se muestra demasiado amable tememos que acabe tirándonos los tejos o que quiera embaucarnos para conseguir algo que no estamos dispuestos a darle. La mente es capaz de montarnos tantas películas alucinantes... y a nosotros parece que nos encanta mirarlas inflándonos de palomitas mientras nos apartamos de quienes decidimos que no son buena gente, así por las buenas, sin más motivo que nuestro prejuicio infundado.

Aunque hay muchas veces en que este efecto cuerno no se produce de manera inconsciente, sino que responde a un plan perfectamente orquestado para desprestigiar a una o varias personas que, por alguna razón, les resultan incómodas a las primeras para alcanzar sus propios fines. Esta situación es muy común en la política, pero también el mundo laboral y en el ámbito familiar. En la mayoría de las familias existe la figura de la oveja negra o del chivo expiatorio, que es la persona sobre la que recaen todas las culpas. Mientras haya alguien que asuma ese rol, el resto de miembros de la familia pueden seguir jugando a ser personas impecable e irse de rositas.

Deberíamos tener más cuidado con los dictados de nuestras propias mentes y tratar de infundirles la misma disciplina que le infundimos a nuestros músculos cuando les obligamos a ejercitarse en el gimnasio o en nuestras caminatas diarias. Igual que entendemos el ejercicio físico como un recurso saludable que nos beneficia a la larga, deberíamos concienciarnos de que no debemos dejar que nuestra mente se conduzca de forma descontrolada, y vaya completamente a su libre albedrío. Podemos ponerle límites, forzándola a cuestionarse ciertas cosas que da por hechas demasiado a la ligera y enseñarla a abrirse más y a estar más atenta a los estímulos que capta, logrando así interpretarlos sin tantas distorsiones y con un poco más de acierto.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749