El egoísta alimentario

Publicado el 26 marzo 2018 por Carlosgu82

Este ensayo tiene como fin explorar el fenómeno del egoísmo alimenticio en la oficina.

Kaonashi, gran exponente de egoísta alimenticio.

Sin duda un tema espinoso cuyas penalidades quisiéramos jamás tener que sufrir; pero le diré qué estimado lector: usted también lo perpetúa aunque jamás haya sido consciente de ello, o puede que no lo quiera reconocer todavía. Aún estamos muy verdes, muy poco entrados en calor como para que usted lo pueda aceptar, pero es solo cuestión de tiempo, así que allá vamos. (Mención especial en este punto a todo aquel que sin saber bien de qué va la cosa ya se haya sentido identificado con eso de “egoísmo alimenticio en la oficina”. Estos seres sinceros son sin duda referentes en sus campos de acción y muy probablemente también sean frecuentes víctimas de indigestión, totalmente merecida, desde ya.)

A la hora de entender, una imagen vale más que mil palabras. Acá tenemos una pequeña dicotomía que nos va ayudar: configuremos una imagen, a través de palabras, ayudará no sólo a zambullirnos en el tema y entender más sobre el maravilloso asunto que hoy nos compete tratar, si no que también nos facilitará ponernos en los zapatos de los sujetos de estudio, para así notar que no estamos tan alejados de ser unos guarros de la comida en el trabajo.

Situación uno:

El cubículo, “box“, la caja. Una estación unipersonal de trabajo tan típica en callcenters de todo tipo, habitualmente confeccionada en madera aglomerada recubierta en melanina blanca o quizá grisácea, la mayoría de nosotros los conoce (padeció) en persona, y quien no haya cumplido condena efectiva dentro de uno, seguro que mínimamente pudo atestiguar lo preapocalíptico de un ejército de estas ratoneras para humanos en alguna película o comic.

Nos situamos entonces en nuestro box para trabajar, y lo que nos ocurre es muy parecido a si nuestra madre fuera un gran cocodrilo: Quisiéramos huir despavoridos para no volver, pero sin embargo, nos da de comer. El clásico truco con el que los empleados nos retienen en el trabajo: la paga.

A sabiendas que nuestro trabajo no es exactamente una fiesta, queremos enfocarnos en su lado bueno: estamos sentados, y casi nadie nos ve.

Es entonces que nuestra mangosta interior activa su instinto de supervivencia y empaca bizcochos, infusiones o bien la cena de hace una o unas noches para darle un poco de desahogo a nuestro vientre de avesado telemarketer.

Dicho esto, nos aproximamos al primer indicio de egoísmo alimenticio: optamos por ingerir nuestra vianda en el momento de soledad que significa habitar nuestro cubículo, segregado de nuestros pares por los blancos aglomerados. De más está decir que al oficinista hambriento poco le importan los reglamentos internos de la empresa de la que forma parte, que instan expresamente a que <no haga eso>, ¿Qué saben los reglamentos internos de nuestra alma y emociones, de la exquisita carne asada del Miércoles o que la falta de un café a media mañana podría llevarnos al cataclismo mental?

Entonces el empleado de “atención al cliente”, especie valiente y de armas tomar, si las hay, forja sus propias reglas y come en su estación de trabajo.

Pero que forje sus propias reglas no significa que sea libre al seguirlas, bien sabido es que siempre hay criaturas al acecho que lo empujan al ostracismo.

Basta que desde nuestro sitio paseemos un poco la vista por aquí y allá para divisar un par de ojos brillosos conectados a un estómago vacío y rugiente, viendo nuestra comida más o menos como Neil Armstrong veía a la Luna en su niñez. Esos ojos pueden presentarse saltones por detrás de alguna columna, o aparecer hambrientos y acuciantes en el recoveco contiguo al nuestro.

La mangosta que llevamos dentro nuestro no sabe de compartir ni de empatía. Sólo conoce la carrera ascendente, peldaño a peldaño, en la pirámide de la supervivencia. (Favor de imaginar más bien una pirámide azteca, tienen escalinatas más cómodas).

Con un gran hambre viene una gran responsabilidad.

Es entonces que desviamos la vista hacia un lugar mejor, como una lámpara que requiere mantenimiento, una gotera activa en el techo o bien alguna mancha de humedad. En el peor de los casos, terminamos retornando a la actividad por la cual nos están pagando al fin y al cabo. Esta pequeña batalla fué ganada, los bizcochos tienen un único victimario y serán deglutidos hasta su última unidad, todo gracias a la parte más primal de nuestro cerebro, programada para salvaguardar nuestros preciosos nutrientes aún pagando el precio de ser diagnosticados de cretinismo por todos nuestros congéneres.

Situación dos:

Mesas largas, varios metros de superficie destinados a ser manchados con comida por humanos realmente indolentes al respecto. Un dispensar de agua, y con suerte la dupla que no puede faltar si es que nuestros perversos empleadores pretenden que percibamos al lugar de trabajo como nuestro segundo hogar: una heladera y un microondas.

El verdadero egoísta alimenticio está siempre preparado. Se apersona en la oficina dotado de su ración, debidamente empacada siempre en recipientes no traslúcidos, pues no le agradan los ojos curiosos que puedan dilucidar la erótica silueta de lo que podrían ser empanadas caseras de pollo, o bien un sándwich de esos hechos no sólo con amor, si no con la dosis ideal de verduras y adherezos que no solo dan color al tentempié, si no que además humectan al punto ideal las hojas de pan.

El recipiente-no-traslúcido, estará embolsado en un fantasma de nylon no más llamativo que un borracho en pleno festejo de San Patricio, y por supuesto, nuestro angurriento serial se encargará siempre de almacenarlo, de ser estrictamente necesaria la refrigeración de su manjar, en un rincón de la heladera, retraído hasta el fondo de la misma, y desde ya, en un nivel tal que quien no sepa que está en donde está, deba agacharse para dar con él.

Llegada la hora de comer, podremos ver distintas murallas erigidas por el egoísta alimenticio para poder ahorrar esa antinatural e inentendible conducta de compartir la comida.

Lo primero que notamos al ser abierto el contenedor, que lleva escrito en una VIOLENTA IMPRENTA MAYÚSCULA el nombre de su propietario, quizá más de una vez, es que suele elegir comida “indivisible”. Nuestros protagonistas son personas de espíritu esquivo, jugadores que surcan la vida según sus propias reglas, como ya lo dijimos. Pero no por ello desconocen las reglas no dichas de “los normales”, todo lo contrario, las saben al pie de la letra y explotan cada debilidadde las mismas al máximo.

¿Quién en su sano juicio se atrevería a pedirle a un compañero del trabajo que le convide algo de sopa? ¿Se imagina el lector aclarándose la garganta para encarar un diálogo en el cual le exprese a un colega su deseo de probar la única papa asada que este trajo para el almuerzo? Ahí lo tienen: comida indivisible. Nuestro antihéroe tenía bien en claro su rechazo a que otro ser vivo pruebe sus alimentos desde antes de salir de casa. El egoísta gana las batallas antes incluso de que la guerra haya sido declarada.

¿Y si esas empanadas que trajo no eran sólo de pollo, si no que resultaron en un popurrí de rellenos? En ese caso, ahí radica la trampa, y el egoísta lo sabe muy bien: Si tiene cuatro empanadas, cada cual de distinto tipo, digamos, carne vacuna, humita, pollo, verduras, la decencia ajena detendrá desde el vamos la posibilidad de cualquier pedido de benevolencia, por un sencillo detalle: Si el dueño de las empanadas se desprende de cualquiera de ellas, estará privándose de consumir el 100% de las empanadas de dicho sabor. El egoísta alimenticio tiene muchas tretas, esta en particular mantiene a raya a la gente políticamente correcta, aunque es inútil contra gente con quien tengan una relación de confianza.

El egoísta alimenticio es tan intrépido como alguien feo en una red social de citas y tan frío y calculador como una estatua de hielo de Garri Kasparov. Esto podría hacer creer que nuestro sujeto de estudio es más bien taciturno y no tiende a la confrontación, pero nada está más alejado de la verdad. Esto nos lleva al tercer escenario.

Situación tres:

Confrontación.

Entramos a terrenos pantanosos. Al egoísta alimenticio no le alcanza con dejar desperdigados por doquier, cual guerra de Vietnam, una serie de artilugios que harán que sus compañeros sientan vergüenza de solicitar probar su comida. Y de ser superadas estas barreras, no vacilará en ajustarse los pantalones, o falda, sonarse los nudillos y luchar por lo que es suyo.

Llegamos a la zona crítica, el súmmum del peligro para nuestro ya querido egoísta. En el momento en que finalmente se materializa el pedido, que algún incauto osa apelar a la humanidad de nuestro héroe infame, este usará sin piedad su temible arsenal de herramientas destinadas a desmantelar estas situaciones de riesgo.

¿Oyó el querido lector alguna vez el término “encularse”? En Argentina, la acepción dada hoy en día a esta palabra es la de enojarse. Alguien que se enculó está enojado, típicamente porque las cosas no van como quiere, ya sea por azar, elección de otros o incluso propia inoperancia. Una persona enculada dejó lo que estaba haciendo o lo continúa intentando de mala gana. No colabora con quien debería y se cierra al diálogo. Alguien enculado está <empacado>, cual burro que no quiere seguir viaje. Recordemos, antes de continuar hablando de nuestros interesantes egoístas, de dónde proviene el concepto de encularse. Los enculados originales son los jabalíes, los cerdos salvajes.

Espécimen claramente enculado.

Cuando estos animales son perseguidos y resultan heridos, ante el riesgo inminente que corre su vida enfrentan a su amenaza de frente, con sus colmillos como promesa de que darán pelea, apoyando sus cuartos traseros en algún terraplén, árbol o el tipo de madriguera en que se refugian. Puede que este sea su último acto de arrojo en su vida, y para el egoísta alimentario, esto no es menos importante. Se enculará. Y se enculará como si su vida depediera de ello. Su mirada se volverá vacía y distante, hay quienes afirman que ponen la misma cara que cuando alguien ve por primera vez el final de “El sexto sentido”. Si le pedimos, sutilmente pondrá cara de que acabamos de maldecir a toda su ascendencia, quizá a su descendencia también. Con gran pericia utilizará el silencio como tobogán para que deslicemos hacia la introspección, y lleguemos a la conclusión de quesolicitarle algo de solidaridad para con nuestro estómago estuvo muy mal. No sólo nos sentiremos mal y con ganas de retirar nuestro pedido, de tener nosotros poco temple, puede que hasta acabemos por procurarle algo más de comer al egoísta. Contrariamente a lo que pueda pensar el lector, el egoísta alimenticio no es manipulador, es un orfebre natural de voluntades. Capaz de fundirlas, forjarlas y moldearlas, al intenso fuego de su amor por devorárselo todo.

Y así llegamos al final de nuestra expedición al mundo de los egoístas alimenticios. Recuerde, estimado y tolerante lector, que el egoísmo no es necesariamente una muestra de maldad. La vida no es fácil para nadie, y a veces olvidamos lo afortunados que somos si nunca nos faltó el alimento, sólo quien haya experimentado reales necesidades conoce tales suplicios, de ahí la importancia que tiene intentar ponernos en el lugar del otro. A veces el puente para dejar atrás el egoísmo es una mano que se tiende para compartir. No le cierre las puertas a su amigo comilón, hacer las cosas bien, sólo cuesta un poco más.