A Frida Kahlo se le negó el cuerpo. Lo quería para ser madre y no lo fue nunca. Tuvo un cuerpo inútil, tuvo un cuerpo desobediente. Lo escondió en una cama, lo guardó de los demás, para que no le tuvieran lástima. Frida era invencible de cuello para arriba, era la mujer valiente en una época en que la valentía costaba más que ahora, pero no alcanzó la maternidad, no se la concedieron. Se quedó encinta dos veces y las dos se malogró el prodigio de que su cuerpo roto alumbrase otro cuerpecito limpio y puro. Frida, la enferma, amó a muchos hombres. Los metió en su cama, los empujó y dejó que la empujaran. Diego, su marido de ida y vuelta, el que la admiró y la odió, no logró tampoco domesticar su cuerpo inmenso. Era infiel y le aceptaban las mujeres por causas remotísimas, pero no por el atractivo físico. Una mujer despechada, una de sus muchas amantes, incluyendo entre ellas su propia cuñada, dijo que nunca antes se había acostado con una montaña y que no volvería a hacerlo. Pero hay montañas que hablan y cuentas historias fabulosas y pintan cuadros enormes como el nacimiento de un continente, montañas que van a la deriva de una vida a otra, de un cama a otra, de un cuerpo a otro cuerpo, buscando en donde no sentir el cuerpo a fuerza de sentirlo vivo. La lucha contra el cuerpo no se gana nunca. Es el cuerpo el que escribe la novela, no el que cree poseerlo, quien sospecha que puede gobernarlo. No hay gobierno tal. Vivimos a expensas del cuerpo, de que engorde o se enflaque, de que no sea del gusto del que mira o del propio, y no hay placer mayor que castigarlo, infligirle una pena severa, la de no comer o la de hacer que no pare de moverse. No creo que ninguna de esas proezas épicas les hubiese molestado a estos dos. El elefante no desea ser elefante y la paloma se desdice de su condición de paloma. Se quiere ser otra cosa, siempre se desea ser el otro. No hay espejo que devuelva lo que uno anhela ver. Igual por eso el matrimonio del elefante y la paloma se volcó en pintar, en inventar espejos, en hacer que la realidad mute, se transfigure, adopte otro rostro, exhiba otro matiz. Son como dioses los grandes pintores. Yo no he pintado en la vida. No sabría. De mi cuerpo no hay necesidad de contar nada ahora. Se va tirando con él como se puede, se le va inclinando a que consienta mis vicios, se le educa para que no me contradiga en demasía, se le mima en la intimidad, se le dan las atenciones más tiernas, pero al final es un cabrón, uno sin mesura, hace lo que se le place, va donde quiere, me insulta cuando menos lo espero, me intimida a veces, me susurra que es él quien manda, aunque parezca yo el dueño y hasta en ocasiones tenga derecho a decir que lo soy.
A Frida Kahlo se le negó el cuerpo. Lo quería para ser madre y no lo fue nunca. Tuvo un cuerpo inútil, tuvo un cuerpo desobediente. Lo escondió en una cama, lo guardó de los demás, para que no le tuvieran lástima. Frida era invencible de cuello para arriba, era la mujer valiente en una época en que la valentía costaba más que ahora, pero no alcanzó la maternidad, no se la concedieron. Se quedó encinta dos veces y las dos se malogró el prodigio de que su cuerpo roto alumbrase otro cuerpecito limpio y puro. Frida, la enferma, amó a muchos hombres. Los metió en su cama, los empujó y dejó que la empujaran. Diego, su marido de ida y vuelta, el que la admiró y la odió, no logró tampoco domesticar su cuerpo inmenso. Era infiel y le aceptaban las mujeres por causas remotísimas, pero no por el atractivo físico. Una mujer despechada, una de sus muchas amantes, incluyendo entre ellas su propia cuñada, dijo que nunca antes se había acostado con una montaña y que no volvería a hacerlo. Pero hay montañas que hablan y cuentas historias fabulosas y pintan cuadros enormes como el nacimiento de un continente, montañas que van a la deriva de una vida a otra, de un cama a otra, de un cuerpo a otro cuerpo, buscando en donde no sentir el cuerpo a fuerza de sentirlo vivo. La lucha contra el cuerpo no se gana nunca. Es el cuerpo el que escribe la novela, no el que cree poseerlo, quien sospecha que puede gobernarlo. No hay gobierno tal. Vivimos a expensas del cuerpo, de que engorde o se enflaque, de que no sea del gusto del que mira o del propio, y no hay placer mayor que castigarlo, infligirle una pena severa, la de no comer o la de hacer que no pare de moverse. No creo que ninguna de esas proezas épicas les hubiese molestado a estos dos. El elefante no desea ser elefante y la paloma se desdice de su condición de paloma. Se quiere ser otra cosa, siempre se desea ser el otro. No hay espejo que devuelva lo que uno anhela ver. Igual por eso el matrimonio del elefante y la paloma se volcó en pintar, en inventar espejos, en hacer que la realidad mute, se transfigure, adopte otro rostro, exhiba otro matiz. Son como dioses los grandes pintores. Yo no he pintado en la vida. No sabría. De mi cuerpo no hay necesidad de contar nada ahora. Se va tirando con él como se puede, se le va inclinando a que consienta mis vicios, se le educa para que no me contradiga en demasía, se le mima en la intimidad, se le dan las atenciones más tiernas, pero al final es un cabrón, uno sin mesura, hace lo que se le place, va donde quiere, me insulta cuando menos lo espero, me intimida a veces, me susurra que es él quien manda, aunque parezca yo el dueño y hasta en ocasiones tenga derecho a decir que lo soy.