Nunca supo si la noche era su fiel consejera, pues le bastaba estar seguro de que no había amado a nadie tanto como a ella. Significaba todo para él, su momento de calma, la brisa que mecía su alma en cada ocaso, la oscuridad que le tapaba y le protegía de la dura realidad, el instante que hacía que todo lo demás tuviera sentido. Se sentía él mismo con ella, como si no tuviera que disimular, como si pudiese dejarse en el armario todos sus disfraces y, simplemente, sonreír.
Como toda relación de cuento que se precie, esta no fue fácil, algunos dirían que ni siquiera fue difícil, sino que acuñarían el término «caos» para definirla. Su vida juntos fue una historia de constelaciones, de viajes interestelares y de silencios incómodos. Al principio era ella la que decidía no responder a sus llamadas, quien no se emocionaba de sus poemas y le iluminaba el rostro para mostrar su desplante, hasta que llegó un día en el que él perdió toda esperanza.
Cesaron los poemas, las horas en las que adornaba sus letras con la música de su guitarra, las sonrisas cargadas de sentimiento que se confundían con los astros brillantes, el acariciar con su mirada cada una de sus constelaciones. Todo terminó en saco roto, en un eclipse de emociones, en un corazón roto al que ni siquiera el olor a chocolate hubiera podido sanar.
La noche se sintió aliviada, se sintió contenta de haberse quitado de encima a otro loco que la reclamaba para ella, a otro sinvergüenza que se atrevía a propasarse con su mirada, a una mísera vida finita que nunca se equipararía a su magnificencia.
Los ciclos lunares pasaron y ella comenzó a sentirse extraña. La seguían contemplando como cada instante de que el mundo es mundo, pero nadie lo hacía como él. Nadie suspiraba cuando ella se sonrojaba, nadie dejaba la mente en blanco solo por mirarla. Todos tenían algo más en lo que pensar, y de pronto, se dio cuenta del grave error que había cometido.
Hizo acopio de su magia, pidió favores al día, relajó como pudo su ansiedad, y se preparó para remendar aquel terrible momento en el que no supo identificar lo que era amor de verdad. Había que entenderla, ¿cómo iba alguien que es contemplada cada noche, que es admirada por tantos como tienen ojos, entender que para alguien su oscuridad era más brillante que cualquier luz del Sol?
Se puso manos a la obra. Su oscuridad se tragó el cielo antes de tiempo. Sacó sus trajes de gala a relucir, hizo brillar todas sus constelaciones, suspiró con la magia de las hadas, y lloró como nunca lo había hecho en forma de estrellas fugaces.
Reiteró sus movimientos durante un tiempo que para ella fue más eterno que el resto de su existencia, silbó a los cuatro vientos, gritó con un alma desgarrada, atrajo a todos los seres vivos, preocupados, para ver qué pasaba, pero no le hacía falta ni mirar al suelo para saber que los únicos ojos que podían salvarla no se posaban sobre ella.
El destino siguió su curso y las horas pasaban. La persistencia no es el don de quien rehúsa dormir cada noche, pues cuando el día no pudo aguardar más su momento de protagonismo, no hizo más que resignarse a una nueva eternidad vacía y sin sentido.
Fue ese instante en el que ya se retiraba, en el que la luz volvía a tomar la Tierra, cuando unas notas rasgadas surgieron de una ventana. Ella no pudo controlarse y la oscuridad volvió a ser la protagonista. Estrellas fugaces volaban por el cielo a miles, formando figuras excelsas con las lágrimas de sus ojos, realizando formas caóticas, ¿pues qué es el amor sino un camino sin destino?
Cuenta la leyenda que cada noche toca para ella, que cada instante que suspira es un recuerdo, que cada vez que cierra los ojos durante el día la ve, que con el paso del tiempo y la finitud de sus días, alguien le concedió el último deseo de ir a verla, y que por un instante se acariciaron.