Tras los más que inesperados resultados electorales de las elecciones catalanes, y ya me perdonarán ustedes que siga hoy con el tema, se abre un nuevo proceso: largo pero apasionante, en consonancia con la vertiginosa y adictiva campaña electoral de este año, la cuarta en nueve años (¿Cuánto cuesta una campaña electoral al erario público?). Un proceso el que empieza ahora y que se escenifica con paseíllos para aquí y para allá como si de una obra de bodevil se tratara en busca de acuerdo, coalición, pacto o geometría variable, que es un a veces consistente en pactos puntuales.
Empieza el baile ya con las cartas boca arriba, aún con el estupor nublando las entendederas y la mirada perdida, como los nervios, con el sudor frío que recorrió frentes despejadas la noche electoral, repudiada la idea de una dimisión ante el batacazo y la falta de miras y de complicidad con la sociedad (ya se sabe, dimitir aquí nos suena a ruso).
Será divertido (a mí me divierten estas cosas, qué le vamos a hacer) ver cómo los dioses del Olimpo, tan ajenos a los problemas cotidianos de los pobres mortales que asisten a sus vaivenes emocionales y dialécticos, intentan encontrar esa mayoría excepcional debajo de las piedras. La bicéfala Convergència i Unió tiene el corazón partido, también el bolsillo. A la izquierda, Convergència con ERC por afinidad ideológica en cuanto a la idea de Catalunya, pero consciente de que el precio a pagar será más alto que con un PSC más proclive a la negociación pero federalista, al que de todas formas prefieren los empresarios, más pragmáticos. ERC, que ha capitalizado en buena parte el descontento y la voluntad independentista es, sin embargo, un caramelo amargo al menos para la más tradicional, católica y conservadora Unió, a la que se le ponen los pelos como escarpias: “Si los de Esquerra hasta levantan el puño”. CiU aún no ha acabado de pagar el error de cálculo y la noche del 25-N sólo fue la carta certificada que anunciaba nuevas letras a pagar. Y nadie está dispuesto a expedir un cheque en blanco.