Si algo se deduce del cine de Denis Villeneuve, es que le gusta guardar un secreto. Alcanzada la notoriedad cinematográfica con Incendies, tras cuyo argumento y estructura se intuía algún truco en la manga, Enemy es el golpe en la mesa de un realizador que sabiéndose conocedor de los secretos que esconde su historia, decide dar una nueva vuelta de tuerca a aquellos que quieran descubrirlos.
Tras un argumento sencillo a la par que oscuro, Villeneuve construye un juego de espejos para que el espectador no se sienta cómodo con lo que ve, para que tenga cuidado antes de llegar a conclusiones precipitadas. Cierto es que esta película bebe obligatoriamente del cine más representativo de los magos del surrealismo cinematográfico, con una referencia absoluta en Cronenberg y Lynch.
Enemy quizá cometa el error de ser una película endogámica que se alimenta de sí misma. Un reducido número de personajes y escenarios recurrentes ayudan a la vez que perjudican a la propia película. Y es aquí donde Enemy alcanza su mayor virtud, que a la vez es su mayor defecto: ser demasiado metafórica, excesivamente onírica, para terminar siendo exclusivamente siniestra.
Jake Gyllenhaal resuelve a la perfección un protagonista con muchas dudas y facetas ocultas, insinuando sin llegar a mostrar muchos de los sentimientos encontrados de su(s) personaje(s). Tanto Mélanie Laurent como Sarah Gadon son capaces de conseguir interpretaciones muy solventes de unos personajes muy crípticos.
Enemy no alcanza una perfección mayor porque Denis Villeneuve no ha podido resolver correctamente el equilibrio que debieran tener todos los componentes del filme. Con un guión que funciona, en ocasiones la música empleada (con un exceso uso de clarinete) ahoga el visionado, haciendo sentir al espectador demasiado indefenso ante unas imágenes absolutamente inofensivas. Es curioso que los tramos más impactantes de la película no posean ningún tipo de música y que Villeneuve haya decidido incluir al espectador en alguna clase de montaña rusa de emociones con imágenes siniestras, vuelos de cámara inquietantes, golpes musicales estremecedores y un final que abre la veda a cualquier interpretación de 90 minutos de terror cotidiano.
Jonathan SV
Poseedora de esa extraña cualidad que hace a una película magnética desde el desconcierto, la incertidumbre, e incluso desde el desprecio, 'Enemy' pertenece a ese ilustre grupo de obras maestras de naturaleza imperfecta en el cual se encuentran filmes como 'Holy Motors' o 'Mulholland Drive'. Películas pegajosas, asfixiantes y absolutamente absorbentes que, como afluentes de un mismo río, acaban por suponer lo mismo: Puro cine.
Avanzando lentamente y desgranando una trama de premisa sencilla para crear una atmósfera oscura, amarillenta y de numerosos pliegues oniricos, 'Enemy' propone un relato sobre el miedo a vivir sumidos a cumplir una, cual condena, rutina día tras día., que se enmaraña sobre sí mismo, sobre sus malsanas imágenes acompañadas por una tan omnipresente y explícita como sutil banda sonora y sobre un doble personaje, el de Jake Gyllenhall, que se enfrenta a su futuro y que, sobre todo, se da cuenta de su propio presente.
Gyllenhall realiza un tour de force en el cual interpreta dos caras de una misma moneda: el desconcierto, el miedo, la tristeza y la inocencia de una persona perdida en su propio y monótono mundo y, por otro lado, la picardía de las nuevas oportunidades y la consiguiente maldad. Su personaje posee tantos matices gestuales como argumentales, su mente resulta ser la propia película y esa parte que observa inocente, temerosa y desconcertada, el propio espectador. Todos los personajes funcionan como complementos que referencian los traumas del propio Adam Bell. Debemos destacar la fragilidad de Sarah Gadon, vista ya en 'Cosmopolis', que se confirma como una de las revelaciones a seguir.
'Enemy' funciona de dos maneras que se desarrollan a lo largo de su metraje: por una parte, una ventana indiscreta en la que el espectador débil y curioso observa el calvario de una vida ajena, y, por otra, como un espejo, ya no del protagonista, sino del propio espectador que se siente sometido a una trampa de la que, cual mosca atrapada en una telaraña, no es capaz de salir.
Los contrastes estéticos, la ambigüedad narrativa e interpretativa, la calmada tensión permanente y las preguntas, tanto existenciales como morales, que plantea el último (y fantásticamente dirigido y montado) trabajo del canadiense Denis Villeneuve, le confirman como uno de los títulos más interesantes y perturbadores del año.
Una arriesgada película que el público no puede dejar de mirar, formalmente compleja y llena de recursos estéticos desasogantes: desde fundidos a negro inesperados, hasta súbitos golpes musicales, y estéticamente reflexiva que se erige, no solo como una de las mejores películas de esta edición del Zinemaldia, sino también como un apabullante, poderoso y magnético ejercicio de autor que explora las inquietudes más terroríficas de la cotidianidad de un mundo (y de un cine) que, cada vez más, se mueve sin ningún margen de desarrollo para la espontaneidad. Un thriller hispano-canadiense con guiños al mejor Lynch (las llaves, la presencia de Isabella Rossellini, los sueños...) que cautiva implantando ese caos contenido tan o más temible que el desmedido terror que implanta cualquier film de género. Una obra maestra cargada de simbología, dinamita para mentes dispuestas a disfrutar de cine fresco, inteligente, pausado y críptico. Puro cine.
Jesús Choya