En ocasiones el desinterés de la administración favorece la aparición de engendros arquitectónicos. El engendro tiene en su origen un edificios que debe conservarse, al menos epidérmicamente (en sus fachadas), por gozar de un cierto grado de antigüedad o excelencia que así lo recomiendan. Cuando el paso del tiempo, el abandono, o la incomodidad que suponen estas -generalmente viviendas- antiguas llevan a sus propietarios a desprenderse de ellas, es la administración a quien corresponde el velar por el futuro de la casa, protegiéndola de las actuaciones que pueda llevar a cabo su nuevo dueño. Sitas en solares céntricos y "jugosos" estos nuevos propietarios suelen ser potentes constructoras que buscan rentabilizar al máximo su inversión ganando alturas y metros habitables al edificio original. Y es en este momento en que a aquellas pequeñas joyas arquitectónicas que crean el entramado histórico de la ciudad, dándole un rostro particular y poniéndole edad y estilo, les comienzan a surgir raros apéndices, a modo tumor. Evitar que así sea, que la integración de "viejo" y "nuevo" sea lo más armónica posible es la función de la administración (generalmente local); y de ahí que el nacimiento del engendro sea el símbolo de su derrota, o de la dejación de sus funciones.
Toda ciudad tiene sus engendros y uno de los más horribles de cuantos hay en Galicia (y me atrevo a hacerlo extensible a España y, si me apuráis, a Europa) está en mi calle y es el que preside este artículo. Aprisionado entre dos moles de hormigón, cristal y revestimiento industrial de piedra está la antigua fachada de la casa de Orillamar 17, proyectada por el arquitecto Julio Galán. Cómo era antes de convertirse en un engendro lo podéis ver en la foto tomada por mi madre años ha, antes de que comenzasen las obras. A pesar de lo que pudiera parecer, la casa gris en la que aparece incrustada (y que en realidad creció sobre ella) y los dos edificios gemelos que la flanquean son todo uno. Es decir, pertenecen al mismo promotor, que compró tres cuartas partes de la manzana, y forman parte del mismo proyecto.
De lo que fue la casa de Orillamar 17, con su huerta trasera, su fachada posterior revestida de escamas en forma de rombo, o la gran galería que recorría la fachada del jardín en la primera planta ya no queda nada. De los apliques que decoraban las habitaciones la familia sacó algunos moldes y pudo conservar algunos revestimientos de madera. La casa estaba en malas condiciones: habitada por gente mayor, que ya no podía hacer frente a tantos metros y al gasto que suponía su conservación. Tampoco su entorno era el mismo. Desde el mirador de la fachada hacia ya años que no se podía ver el mar, como en las tardes de galerna. Con todo, su rostro, su fachada de un modernismo tardío, no merecía semejante presente.
Creo que basta con contemplar las imágenes.