Llevo muchos años publicando reseñas en periódicos, revistas y blogs, y siempre he procurado respetar una máxima transparente: decir la verdad a los lectores. Ignoro si me leen muchas o pocas personas, pero todas ellas (una o mil) pueden estar seguras de algo: no les miento. No lo hago nunca. Si les digo que un libro es genial es porque lo juzgo de esa manera; si les digo que es divertido es porque como tal lo considero; y si les transmito mi decepción por una obra y les aconsejo que no la lean es porque, de modo inapelable y subjetivo, es lo que creo que debo decirles después de volver la última página.Eso es, lamentablemente, lo que ocurre hoy.El enigma Stradivarius, de Carlo Scirocchi, que ha publicado la editorial Algaida, es una obra frustrada, irritante, oportunista, intrascendente y sosa. No se tiene en pie. No consigue convencer de su verdad novelística. Y no tiene ni un solo acierto argumental, estilístico o psicológico que merezca la pena ser salvado o subrayado en este recuadro. Es un puro desatino de principio a fin. Una grave tomadura de pelo. Uno de los peores engendros (y no estoy exagerando) con los que se ha flagelado a los lectores españoles en la última década.Su protagonista es un musicólogo que anda de turismo por Andalucía y que, atrapado por la magia telúrica y enigmática de un viejo lutier, emprenderá con la compañía de una joven violinista rusa (que, por supuesto, se enamora de él) una búsqueda alucinante (casi diría que alucinógena) por varios países, persiguiendo el secreto de Stradivarius. Es decir, intentando averiguar de qué modo consiguió el famoso constructor de violines el mágico sonido que brota de los mismos, incluso siglos después de su fabricación. Échenle ahora a ese parvo argumento un puñado de teoría musical, un pellizco de física cuántica, una cucharada de espiritualidad, dos gotas de alquimia, un espolvoreado de templarios, algo de sexo tántrico (cada vez que entran en una iglesia los dos protagonistas experimentan un irrefrenable deseo de acostarse juntos, cosa que hacen sin contemplaciones), un aroma de orientalismo misticoide, algunos derviches danzantes, un jesuita que cree en el flujo de la energía espiritual y dos centenares de frases tan ñoñas como ésta: “El cosmos es un cielo de verbos suspendidos a la espera de que nuestros oídos se abran para alcanzarnos y susurrarnos mundos inefables” (página 176), que parecen escritas por un Paulo Coelho que se hubiera fumado una zafa de marihuana... y obtendrán una idea aproximada del bodrio que les comento.
Si aún no han leído cualquier otro libro (el que sea), háganse un favor y no pierdan el tiempo con éste.