En una ocasión pertenecí al equipo de los malos. Comenzaban los años 60 y yo, rebasado ya mi 14º aniversario, estrenaba un cuerpo nuevo todos los días. Vivía y estudiaba en un internado en Arévalo, Ávila. Seríamos unos 200 jóvenes (niños, más bien) rebosando vida. Los formadores del colegio se cuidaban muy mucho de organizarnos todo el tiempo de cada día para que no estuviéramos ociosos: la ociosidad era la madre de todos los vicios, decían. Había actividades y deportes en abundancia y, como se puede suponer, el deporte estrella era (y sigue siendo, hoy día) el fútbol. Había compañeros que destacaban: unos pocos eran buenísimos, la mayoría bastante buenos y, algunos, eramos mediocres tirando a malos.
Nuestros educadores pensaron que los que nunca destacábamos también teníamos el derecho de sentirnos protagonistas y triunfadores así que organizaron una pequeña competición con los malos de cada clase. Podría haber sido humillante pertenecer al equipo de "los peores", pero yo lo recuerdo con simpatía. Formamos un plantel, entrenamos y todo, y ganamos al equipo de la clase rival. Orgullosos posamos para la foto con la dignidad y la satisfacción de la propia superación. Ahora (no lo hice entonces) me pregunto qué pasaría con los "malos " y "derrotados"; pues nuestra satisfacción fue su tristeza.
Me viene esta anécdota a la cabeza al hablar con algunos amigos, padres de niños en edad escolar, que apuntan (o desapuntan) a sus hijos de las actividades extraescolares. Primero les apuntan empujados por la presión mediática que hace a los pequeños anhelar ser como las rutilantes estrellas del balompié. Luego les desapuntan cuando, tras varios partidillos, observan el comportamiento de algunos padres (y algún que otro entrenador) que trata a los jugadores como si fueran el cuerpo de marines donde todo vale por la victoria. Insultos, amenazas, instigación a la violencia, provocaciones... cualquier medio con tal de que su hijo sea el más competitivo, el más determinante: el mejor.
Tengo un sobrino en el equipo de futbito de su cole. Apenas han ganado un partido en la temporada. Lo normal es que pierdan por media docena de tantos. Cuando pierden por uno o dos goles, acude eufórico a contárnoslo. ¿Cuál es la vara de medir del éxito? Por la televisión entrevistaron en una ocasión a un equipo infantil que "no había ganado un partido en años" y, sin embargo, los chavales estaban orgullosos de su equipo y soñaban con ganar algún día: Esa jornada sería grande.
Brindo esta entrada a todos los "malos", a los equipos perdedores, a los entrenadores del fracaso... A ellos, que solo les resta subir y mejorar. Porque como decía Píndaro, quinientos años antes de Cristo: "Cuando la Fortuna nos descubre su bello rostro, es precisamente cuando la tormenta comienza a cernirse sobre nuestra cabeza".