Y es que el Partido Popular se halla preso de su propia estrategia al verse enfrentado a una situación que, estando en la oposición, no tenía reparos en utilizar para acusar al Gobierno de pactar con terroristas cuando exploraba vías políticas y jurídicas con las que evitar que los violentos siguieran matando. Ahora, aquellos acusadores detentan responsabilidades de Gobierno y se ven obligados a acatar sentencias que les hubieran servido para sonrojar a los que estiman que la política es algo mucho más noble que la simple negación del adversario, al que se le intenta segar la hierba bajo los pies, aun en iniciativas de correcta y oportuna necesidad.
Aquellos que acusaban al Gobierno socialista de estar vendido a ETA, de traicionar a los muertos y de negociar con terroristas son los que ahora, encargados de la gobernabilidad de este país, deben excarcelar a etarras que han cumplido condena pero que, en virtud de una interpretación de la denominada doctrina Parot, seguían en prisión. Ahora, en el Gobierno, se ven obligados a respetar y cumplir la ley, debiendo asumir la legalidad que convierte a la democracia en el más deseable de los regímenes. Y, claro, se les vuelven en contra aquellas viejas estrategias de demagogia con las que tuvieron éxito para ganarse la confianza de las víctimas del terrorismo y, con ellas,la de una inmensa mayoría de la población que aborrece la violencia como instrumento para conseguir fines políticos.
Ahora hay que hacer pedagogía en sentido contrario, lo que conlleva el riesgo de descubrir la falaz manipulación que entonces se cometió al utilizar el terrorismo en la diatriba política. Ahora hay que aceptar el sometimiento a la ley y la corrección de medidas democráticas, para admitir que hasta los reos tienen derechos reconocidos por nuestra propia Constitución. Ahora se debe reconocer que no es un error acatar las leyes porque aquellos acusadores son, hoy, los responsables de cumplir y hacer cumplir la Constitución. Ahorahay que explicar muchas cosas que entonces se tildaron erróneas.
Resulta, por tanto, sorprendente que, al sentir de determinados sectores sociales que hoy se echan a la calle, actuar conforme a Derecho a la hora de aplicar las leyes sea considerado pagar un “precio político” a ETA. Resulta sorprendente que ser consecuentes con nuestra propia legislación, sin violentar ni buscar atajos al espíritu de la ley, suponga una “derrota” de la Democraciaen su lucha contra el terrorismo etarra. Resulta inaudito que la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que considera ilegal la aplicación retroactiva de la doctrina Parot a condenados por delitos de terrorismo y otros crímenes de especial gravedad, se perciba como el resultado de una “claudicación” aducida al expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero por intentar alcanzar un acuerdo dialogado para que los violentos dejen de matar. Resulta ignominioso que años sin víctimas mortales por culpa del fanatismo asesino de los terroristas, vencidos por la voluntad infatigable de los demócratas y su supremacía moral, no sea valorado un logro mayor que el reconocimiento de los derechos que asisten a verdugos, como a todo ciudadano, aunque ellos no se lo merezcan y se mofen de los mismos. Resulta increíble tanta desmemoria y tanta endeblez en nuestros argumentos cuando abordamos el fenómeno del terrorismo desde un prima partidario.
Y es que en la lucha contra el terrorismo, en este país, todos los Gobiernos han intentado hallar una solución para hacer desaparecer ese cáncer de la democracia, paralelamente a las medidas policiales y de contra espionaje que jamás se abandonaron. Salvo Calvo Sotelo, todos los presidentes que ha tenido España en democracia han mantenido con mayor o menor discreción conversaciones con representantes de la banda terrorista vasca ETA que resultaron inútiles por exigencias desorbitadas de los terroristas o la intransigencia de algunos de sus miembros más radicales, si cabe. Sin embargo, la democracia siempre ha explorado vías pacíficas para acabar con un problema inaudito en un país, el último en Europa en padecerlo, en el que existen cauces para la expresión de cualquier alternativa política, siempre y cuando respeten las reglas que establece la Constitución.
Una Constitución que convierte a España, por voluntad soberana de los españoles, en un Estado Democrático, Social y de Derecho, con lo que ello significa de garantías democráticas, sociales y jurídicas que, no sólo constituyen el marco legal con el que hemos acordado convivir, sino que, además, nos ha proporcionado el mayor período de paz y libertad que ha tenido este país en su Historia y nos ha hecho semejantes a los demás países democráticos de nuestro ámbito occidental. No fue fácil transitar de una dictadura a la democracia. Se nota en actitudes e inercias con las que reaccionan esossectores minoritarios frente a lo que son, simplemente, principios democráticos reconocidos en todo el mundo.
Pero, en vez de corregir esa “laguna” del Código Penal que impide, limitando el tiempo máximo de permanencia en prisión, una proporcionalidad efectiva de las penas, España busca el subterfugio con la doctrina Parot para conseguir, al menos, el cumplimiento íntegro de la condena a 30 años, reduciendo los beneficios penitenciarios de la totalidad de condenas acumuladas. Y lo interpreta, con carácter retroactivo, a reos ya juzgados y cumpliendo condenas. Incumplimos, así, la Constitucióny convenios jurídicos europeos.
Acatar las leyes y adecuar nuestras conductas a la legalidad que emana de un Estado de Derecho no es dejar sin castigo a los terroristas ni otorgarles ningún beneficio. Es, simplemente, demostrar que la razón, la ley y la justicia están de parte de los pacíficos y los demócratas sinceros.
Aún así, es comprensible, aunque no justificable, esa reacción de las asociaciones de víctimas del terrorismo y de algunos sectores sociales, que muestran su rechazo a lo dictaminado por el TEDH y solicitan del Gobierno la desobediencia de la sentencia.Incluso es comprensible, aunque difícilmente justificable, las manifestaciones públicas de esos sectores exigiendo medidas gubernamentales basadas antes en la venganza que en imperativos éticos, contagiándose de la dialéctica bélica de los violentos que diferencian entre vencidos y vencedores, cuando el fin último que debiera guiarnos es el imperio de la ley y el triunfo de la democracia y la razón.
Ahora que parece contraproducente para la estrategia partidista reprochar la supremacía moral de la ley y la democracia frente a los violentos, sería un error de los pacíficos que le dieran la espalda a las propias normas con las que han logrado vivir en paz, libertad y progreso en los últimos decenios. Un error que nos cegaría para contemplar lo alcanzado: vencer a los violentos, ponerlos a disposición de la justicia, que cumplan las condenas y dejen de matar. Cualquier otro propósito perseguiría una finalidad inconfesada, aunque fácilmente adivinable con sólo imaginar lo que habrían organizado los manipuladores de la opinión pública si estuviesen ahora en la oposición. ¡Tiemblo de sólo pensarlo!