Brasil, que se vanagloria de tener una matriz energética de las más limpias del mundo, tuvo sus grandes apuestas en esa área, ahora castigadas por corrupción, mercado adverso y decisiones desastradas, una maldición casi fatal.
Con 42 por ciento de fuentes renovables, el triple del promedio mundial, el país pretende también convertirse en gran exportador de petróleo, desde que descubrió, en 2006, gigantescos yacimientos de crudo bajo la capa de sal en cuencas marítimas a 300 kilómetros de la costa, llamado presal.
Megaproyectos de refinerías y petroquímicas, decenas de astilleros distribuidos por toda la costa y el sueño de convertir la nueva riqueza en mejor enseñanza futura perdieron el encanto ante el escándalo de corrupción que estalló en 2014, revelando la desviación de miles de millones de dólares de los negocios de la estatal Petrobras.
Casi dos centenares de personas son acusadas, por la Policía Federal y la Procuraduría General (fiscalía), de pagar o recibir sobornos en los contratos de la corporación petrolera. Medio centenar son políticos, la mayoría aún en sus escaños legislativos.
Dirigentes de las mayores constructoras de Brasil fueron detenidos, afectando el mercado inmobiliario y grandes obras de infraestructura. Las investigaciones ganaron gran empuje al conseguir de más de 30 acusados la llamada "delación premiada", la disposición de contar todo para reducir sus condenas.
El escándalo es uno de los factores de la crisis económica y política que azota el país, con la caída del producto interno bruto estimada en más de tres por ciento en 2015, una inflación en alza, un peligroso déficit fiscal, la amenaza de inhabilitación de la presidenta Dilma Rousseff y el caos en el parlamento.
Además de la corrupción que alimentó las campañas electorales de varios partidos, Petrobras sufre los efectos sumados del derrumbe de los precios del petróleo, que amenaza sus inversiones en el presal, y de las pérdidas que acumuló durante años de congelación de los precios de los derivados de petróleo.
El gobierno aprovechó el monopolio de la refinación en manos de la Petrobras para contener la inflación a través del control de los precios, principalmente de la gasolina. El destape, luego de las elecciones en que se reeligió a Rousseff, en octubre de 2014, aceleró la inflación, cuya tasa ya superior a 10 por ciento anual.
Con Petrobras en crisis financiera y teniendo que vender muchos de sus activos para reducir su inmensa deuda, ninguna de las cuatro refinerías planificadas fue concluida. Dos quedaron en el terraplén, otra está inacabada con más de 80 por ciento de las obras hechas y la única inaugurada, opera solo con la mitad de su capacidad prevista.
La quiebra de los astilleros, que esperaban proveer las ondas de perforación, plataformas y buques petroleros para la producción del petróleo presal, es casi generalizada, frustrando los planes gubernamentales de construir una fuerte industria naval.
La prioridad concedida al petróleo, en desmedro del combate al cambio climático, y los bajos precios subsidiados de la gasolina atropellaron el etanol, que vivía un nuevo auge desde el surgimiento, en 2003, del automóvil flexible, que puede rodar con gasolina o etanol, o la mezcla de los dos en cualquier proporción.
La innovación tecnológica tuvo total éxito al rescatar la confianza de los consumidores en el etanol, destruida en la década anterior por el desabastecimiento. Con el motor flexible el consumidor no depende de un solo combustible y puede elegir el más barato en cada momento.
El uso del etanol, actualmente casi en el mismo volumen nacional de la gasolina, rompió el monopolio de los combustibles fósiles, contribuyendo decisivamente al alto índice de energía renovable en Brasil.
Pero el precio subsidiado de la gasolina quebró muchas destilerías de etanol y provocó la desnacionalización de un tercio del agroindustria cañera. Muchas empresas del sector, en dificultades financieras, vendieron sus centrales azucareras y destilerías a transnacionales agrícolas, como Bunge, Cargill, Louis Dreyfus y Tereos.
Brasil prácticamente desistió de su intención de crear un mercado internacional del etanol, promoviendo el consumo y la producción del biocombustible derivado de la caña de azúcar en otros países. El expresidente Luiz Inacio Lula da Silva (2003-2010) fue muy activo en esa campaña, pero no su sucesora Rousseff.
Parte de lo que será la sala de las turbinas de la central hidroeléctrica de Belo Monte, en el norteño estado brasileño de Pará, una megaobra que ya tiene 80 por ciento de sus estructuras construidas y que estará finalizada en 2019. Crédito: Mario Osava/IPS
Hidroelectricidad
Otro factor decisivo para la matriz renovable es el predominio de la fuente hídrica en el sector eléctrico. En los últimos años creció aceleradamente la generación eólica y un poco menos la de biomasa, con el aprovechamiento del bagazo de caña.
Pero la opción por gigantescas centrales hidroeléctricas en la Amazonia, como Belo Monte, en el río Xingú, puso en tela de juicio esa fuente. Una fuerte resistencia indígena y ambientalista, junto a la acción de la Procuraduría, paralizaron la construcción de Belo Monte decenas de veces.
El consecuente atraso de las obras supera un año. Actualmente una sentencia judicial suspendió la licencia de operación de la central y puede impedir que se llenen los embalses necesarios a la generación de electricidad, una fase que debe comenzar en marzo de este año.
Cuando llegue a su operación plena en 2019, Belo Monte tendrá una capacidad instalada de 11.233 megavatios, pero su generación efectiva será casi nula en los meses de estiaje. El río Xingú presenta una extremada variación en su caudal y su embalse no almacena agua suficiente para mover las turbinas en los meses secos.
Por ello se hizo blanco de duras críticas incluso de los partidarios de la hidroelectricidad, como el físico José Goldemberg, un experto en energía.
Las controversias sobre Belo Monte amenazan los planes oficiales para el río Tapajós, al oeste del Xingú, nueva frontera hidroeléctrica en la Amazonia. El gobierno intenta subastar hace dos años la construcción y concesión de São Luiz del Tapajós, una central para 8.040 megavatios de potencia.
La presencia de indígenas del pueblo munduruku, a lo largo del rio e incluso en el área del embalse de São Luiz, dificulta la licencia ambiental para la construcción.
La diversidad de fuentes relevantes en la matriz eléctrica brasileña, el escarmiento de experiencias negativas anteriores y la complejidad del sistema nacional integrado convierten casi en un juego de azar las decisiones sobre energía en Brasil.
Centrales hidroeléctricas construidas en la Amazonia durante los años 80, como Tucuruí y Balbina, provocaron desastres ambientales y sociales que ensombrecen la fuente hídrica. Belo Monte agregó nuevos obstáculos.
Alternativas, como la energía nuclear, también añaden experiencias negativas. La tercera central, actualmente en construcción en Angra dos Reis, a 170 kilómetros de la ciudad de Río de Janeiro, lleva un atraso de más de 30 años.
Hacía parte de un paquete de ocho centrales que los militares decidieron construir durante las dos décadas de dictadura (1964-1985), para lo que suscribieron un acuerdo con Alemania en 1975, que debía aportar tecnología y equipos.
La crisis económica interrumpió el programa en los años 80. Una se concluyó en el año 2000 y la otra sigue en construcción, porque ya se había importado sus equipos hace más de 30 años. Los costos finales serán elevadísimos.
El gobierno y los sectores que deciden la política energética en Brasil consideran inimaginable renunciar a la hidroelectricidad.
Pero los avances de la energía eólica, las nuevas tecnologías de almacenamiento energético y especialmente el abaratamiento de la generación solar amplían el riesgo de hacer obsoletas las centrales hidroeléctricas que se construyen para operar más de un siglo.
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