Me enteré por Carmenchu, la locuaz vecina del tercero derecha, que en mi piso del barrio de Chamberí, recién alquilado –de origen el principal-, había ocurrido una desgracia. No le hice caso porque estaba demasiado feliz para que viniera alguien a estropearlo pero, según iban pasando los días, la curiosidad pudo conmigo y tuve que ceder y escuchar el relato de los hechos.
A mediados de la década de los 50 vivía allí Julia, viuda de un republicano que fue descabezado por un obús poco antes de la entrada de los nacionales. Tenía una hija muy hermosa llamada Cándida, que andaba en amores de conveniencia con Pepe, un señorito repeinado y gomoso, bastante insoportable. Julia no lo podía ver, pero gracias a su influyente familia falangista habían podido salir adelante, sin ninguna represalia por el pasado rojísimo de su marido y a pesar de haber sido este integrante confeso de una checa y ejecutor en numerosos paseos. Pepe adoraba a Cándida tanto como a sí mismo y Cándida odiaba a Pepe, porque amaba secretamente a Roberto, un vivales de Lavapiés apodado “el Mazas”. Como había pasado un tiempo prudencial y cada vez se hablaba menos del pasado político, Julia y Cándida consideraron que poco más iban a sacarle al lechuguino y que era un buen momento para cortar la relación. Así se lo hizo saber la joven, una tarde, en la Casa de Fieras del Retiro, mientras este tiraba cacahuetes a los monos. Pepe se lo tomó a broma y le contestó que para librarse de él tendrían que matarle y emparedarle. Ni corta ni perezosa, Cándida se lo tomó al pie de la letra y conchabada con su madre y “el Mazas” lo citaron en el piso, donde este último, haciendo honor a su apelativo, le dio tal golpe que dejó al currutaco listo para los gusanos. Al fondo del largo pasillo, Roberto hizo un doble tabique y entre ambos, con el espacio justo, colocó al difunto de pie y en teoría para los restos. Eso es lo que pensaron, porque desconocían que la propiedad tenía el proyecto de construir dos pisos más, encima del principal y cuando se iniciaron las obras se descubrió el asunto. Para entonces y alertados por las posibles consecuencias, que evidentemente se hicieron realidad, Julia, Cándida y Roberto, que de tontos tenían más bien poco, estaban en las Chimbambas.Desde el macabro hallazgo, el piso había estado alquilado una sola vez y yo era el segundo. Los inquilinos anteriores, una pareja de recién casados procedente del bonito pueblo extremeño de San Benito de la Contienda, que iniciaban nueva vida en Madrid, huyeron despavoridos porque la contienda la tenían en el piso y no en su pueblo, con un espíritu intranquilo y muy pesado que no les dejaba pegar ojo y se metía con ellos en la cama.Debo confesar que a mí todavía no se me ha manifestado, pero la ilusión de vivir en Chamberí no me la quita ese espantajo.
Texto: Fernando Gessa Rivas