Revista Arte

El espectro luminoso y su tendencia artística: El lenguaje del Color.

Por Artepoesia
El espectro luminoso y su tendencia artística: El lenguaje del Color.El espectro luminoso y su tendencia artística: El lenguaje del Color.
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Pocas cosas en el universo han contribuído tanto a la comunicación como los colores. Tuvo que existir la luz para que a los ojos de los primeros Hombres primitivos se mostraran la mezclada y dispersa gama de tonalidades de la Naturaleza. Así se desarrollaron las técnicas que pudieron representar esos mismos colores. Plantas, minerales, grasas de animales, todo sirvió para conseguir las vívidas impresiones que el ojo humano asociara ya a un reflejo visual. Diferente unos a otros. Así, en su tonalidad, en su calidez, en su fuerza o en su intensidad. Pasaron los años y el Arte consagró los tintes que podían ser útiles a la creación pictórica. De su experimentación y desarrollo los pintores llegaron a obtener extraordinarias mezclas de pigmentos, éstos acabarían plasmando la visión de la naturaleza en sus lienzos.
En el Renacimiento, primera tendencia aquí tratada, los autores rescataron la vieja escuela clásica grecorromana. Tuvieron además la lucidez de idear una especial técnica al sobreponer varios colores hasta crear una capa sutilmente difuminada. No se trataba, ahora, de que los colores primarios fuesen, claramente, distinguidos; se precisaba acercar la imagen idealizada y perfecta a una naturaleza dominada, sojuzgada, medida. Pero algunos creadores fueron, además  -con la genial rebeldía que hace al Arte progresar-,  señalando más unos colores que otros. Como el gran pintor manierista italiano Andrea del Sarto (1486-1531), que creó obras con una maravillosa interpretación colorista para su adscrita tendencia cuasi monocolor. Es el caso de su pintura La Piedad y la Magdalena, de 1524, en donde los colores fundamentales del espectro, tanto del fondo como de las vestiduras de los personajes, se acentúan frente a los pigmentos propios del manierismo.
Luego, en el Barroco, los colores reinan en las creaciones de los autores de este explosivo período. Aquí ya no se contienen los trazos, para albergar así el color más definido, más fuerte. Sin embargo, abundan los ocres, ese amarillo dorado que representará gran parte de esta tendencia artística. Rembrandt, el gran pintor holandés, es quizá el mejor ejemplo con su combinación también de colores negros, rojos, marrones; todos vibrantes y depurados. Así, los autores del Barroco pudieron, con su auténtica realidad descarnada, plasmar una paleta más amplia y contenida, más elaborada (se llegaron a conseguir en estos años verdaderas mezclas no conocidas hasta entonces), con el obsesivo fin de alcanzar la genialidad, enmarcando una realidad inmisericorde y abrupta con la belleza más sublime que de unos colores se pudieran alcanzar para ello.
Pero el Prerromanticismo filtró esos ocres en una lánguida estela decolorada. Ahora no servían del todo los fuertes colores de antes. Se buscaba asombrar, no asaltar, y para esto se llegó como a una síntesis de las dos tendencias anteriores.  Lo que imperaba en estos momentos de finales del siglo XVIII y principios del XIX era el áura de la espiritualidad frente a la naturaleza hiriente y desgarradora. Los colores debían ser parte de una expresión que se servía de ellos para dejar elevar un mensaje, para inspirar una emoción, no para mostrar aristas, ni claroscuros, ni escenas definidas o reflejos fuertes, acogedores y cercanos. Era necesario sólo vislumbrar, llegar a crear la atmósfera onírica y romántica que los creadores querían.
El Neoclasicismo del siglo XIX utilizó los colores para su recreación de la escena, fuese igual lo que ésta representara; aquí, ahora, se dibujaba el color como era para cada cosa que se precisara. El fondo, si debía ser oscuro, era negro. El ángel si tenía que ser blanco, así lo era, no otro, ése. El pintor danés Carl Bloch (1834-1890) consiguió definir los colores con una perfección exquisita, definida. De modo que resaltara lo que cada cosa tenía que ser. Así también el pintor neoclásico ruso Iván Aivazovsky (1817-1900) llega a crear los colores vivos más fuertes que esta tendencia pudiera conseguir, en 1850, para su obra La novena Ola. El cielo contrasta fuertemente con el mar, en una escena que pretende así dar aquí una posibilidad de salvación a los náufragos;  más aterra ahora un firmamento deslumbrante que unas olas ciertamente peligrosas.
El siglo XX revolucionó aún más la cromatología de la creación pictórica. Ya no había límites a los colores y su utilización. Ahora daba igual el mensaje, la forma, el tono, la realidad y la expresión. Todo valía para obtener la obra final. El pintor simbolista francés Odilón Redón (1840-1916) consigue además combinar el nombre de su modelo retratada con uno de los colores que representa. En esta obra suya, Retrato de Violette Heymann, de 1910, el creador hace suyo este alarde para interpretar magistralmente un pigmento con una identidad. El color violeta aparece, junto a otros no menos remarcados, en las oníricas ideaciones que señalan la fantasía representada del personaje retratado. Una extraordinaria efectividad visual propia de su tendencia.
Después, en dos escuelas pictóricas que utilizaron el color para obtener su sentido, el Naif y el Arte último, la Figuración moderna, los colores determinan todo el universo de la creación. Aquí salpican, se mezclan, unas veces  enajenados, otras particionados, pero siempre por sí mismos, como único recurso para expresar. Así se llegó a la necesidad de utilizarlos sin más criterio que el de delimitar partes del todo, no tanto para impresionar como para comunicar, no tanto para agradar como para expresar, no tanto para sentir como para justificar la creación por la creación misma.
(Cuadro del pintor Andrea del Sarto, La Piedad y la Magdalena -detalle-, 1524, Florencia; Óleo El retorno del hijo pródigo, 1669, Rembrandt; Cuadro del pintor prerromántico danés Nicolai Abilgaard, 1794, El fantasma de Culmin aparece a su madre; Cuadro del pintor danés Carl Bloch, Ángel consolando a Jesús, 1879; Cuadro del pintor ruso Iván Aivazovsky, La novena ola, 1850; Óleo del pintor simbolista Odilón Redón, Retrato de Violette Heymann, 1910; Cuadro del pintor Naif español Manuel Moral, Tierras rojas, 1979; Cuadro del pintor figurinista español Joan Abelló i Prats, Barcas al canal, Bangkok, 1992.)

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