Surcos, zanjas, brechas profundas, cicatrices, arrugas y huellas emocionales crispan el rostro avejentado de Inés. El solitario espejo barroco de las mil caras, legado de su padre, el conde Orlov, se ha tragado los reflejos de su familia aristocrática. En el pantagruélico ágape, el espejo ha incluido además a su apolíneo amante de fuego, como ella le llamaba, Narek. Todos ellos, devorados por la ingesta insaciable del espejo de las mil caras.
Ya no hay nadie al otro lado. No hay reflejos familiares, no se asoman al espejo los amigos, amantes, pretendientes, nobles de todas partes, lacayos o sirvientes. Los brazos hercúleos del luchador, espadachín, acróbata y funámbulo ya no la circuyen ante el espejo y sus manos tampoco maceran los pechos que antaño pesaban erectos y túrgidos. Ese espejo fue testigo de su amor incombustible, feroz, carnal, clandestino, morboso y prohibido. Delante del espejo de las mil caras se desvistió casquivana y rijosa, mientras las manos expertas de Narek le rasgaban la ropa interior con un ímpetu y urgencia que te hacía temer el fin de todos los tiempos; el último baile carnal que verían los ojos del mundo antes de que éste fuese fagocitado sin misericordia por el Creador.
San Petersburgo ya no existe, no puede Inés columbrar en el espejo la imagen soberbia de su padre, sentado en el salón de influencia parisina. Su madre cruzaba la mirada eterna del espejo paseándose por los largos pasillos alfombrados, ataviada con sus mejores galas para asistir a una fiesta de boato. San Petersburgo fue siempre su segunda opción cuando Narek penetró en su vida como un tornado abrasador. Treinta años a su lado, consumiendo el aire y el tiempo con sus besos y caricias. Jamás se arrepintió Inés. Toda una vida de comodidades arrumbada en los desvanes del pasado, a cambio de un sólo minuto con el hechicero armenio de los ojos atigrados y cabello largo de color azabache.
Delante de ese espejo, alejados de todo, alejados de todos, desprendidos del mundo, ocultos, dos amantes anónimos en un minúsculo apartamento de un pueblo almeriense al borde de la extinción, allí habían creado su propio universo, un universo cuyo único lenguaje fue siempre el del amor. Delante de ese espejo había compartido tórridas confidencias con su mejor amiga, Laura Sotelo Castanyí.
Los ojos claros de Inés son ahora, en las etapas postreras de su existencia, un océano tranquilo cuyas olas juegan en dichosa comunión. Penas y alegrías trascienden más allá de su mirada límpida: nostalgia, felicidad, melancolía, una vida azarosa preñada de momentos que ya no volverán, pero ante todo, momentos que no cambiaría por una vida de ensueño si Narek no estuviese en ella. Este será su sepulcro, bien lo sabe Inés, el santuario donde medró con la fuerza de un volcán un amor censurado y condenado alescarnio y al ostracismo. Se mesa los cabellos Inés y emerge en sus labios una sonrisa sincera de neta satisfacción. No cambiaría una vida de pompa y ampulosa apariencia por una en la que Narek no estuviese junto a ella. Se gira un instante, asomada al balcón. Contempla soñadora una nota que ha dejado escrita sobre una mesa rudimentaria en un trozo de papel: "Te espero en el sueño de siempre, no tardes".