Negando su esencia, negando su existencia, el espíritu avanza, liquida, construye, reconstruye. Sin ningún momento en el que pueda parecer detenerse, su historia es como la de un impulso que ha de explotar por algún lado, y al que ninguna concreción o determinación le satisface. El espíritu es de hecho la insatisfacción misma, como nos recuerda Kazantzakis, y así se asemeja al amante que ha idealizado a su amada en la letanía de su ausencia. Una vez rotos los amarres con la finitud y caducidad de una naturaleza que no le comprende, el espíritu se embarca hacia la experiencia de un contacto futuro con su amada, la trascendencia siempre ausente y negativa a la que ahora el espíritu considera Fundamento del mundo. ¿Será la experiencia del impulso metafísico una experiencia juvenil, un momento de inmadurez en el desarrollo total de lo espiritual? Nadie puede predecir, en contra de lo que pensaba Hegel, dónde acabará esta aventura del deseo. El descubrimiento del espíritu es precisamente la contingencia y la nulidad de su ser, y lo que de negativo tiene la doctrina del nihilismo es también el germen que posibilita la esperanza en la presencia de lo absoluto. El nihilismo aparece como fundamento mismo del espíritu, y como ocasión para una novedad que se halla en continua lucha contra lo que de estático hay en el mundo. Tal es la característica común del espíritu, que se agudiza en lo que hemos llamado el impulso metafísico, motor de la experiencia misma del espíritu en acción. El impulso es el impulso del deseo, de negación de lo dado para ascender negativamente hacia la presencia de la amada. La esencia del espíritu es por esa misma razón, insatisfacción. Toda la experiencia del espíritu es esta negación inconclusa, en la cual todo ha de ser destruido, como dice Kazantzakis, para preservar la materia originaria, la fuerza primordial, de la que surge, con una pretensión de eternidad, lo artístico del espíritu mismo.
De este modo es como se puede comprender que el enigma es también la prueba del carácter de “nadería” del espíritu, de su carácter de brillo, (Schein) a la manera hegeliana. Él mismo desarrolla el enigma al despegarse de la conciencia, al negar la conciencia de lo dado y al asumir la realidad de lo posible como la esencia misma de lo real. El espíritu es la sombra de la conciencia, el impulso ciego que se levanta en la noche de la conciencia para emprender un viaje inacabable. El espíritu en acción, el impulso, es como la voluntad ciega de Schopenhauer: infinito, insatisfecho, aniquilador. Lo que aniquila el espíritu es el espacio de su desarrollo. El enigma se hace entonces más y más poderoso en la medida en que el espíritu se despega de la conciencia, pues cada vez que alcanza un nuevo nivel, cada vez que se aleja más, más razones tiene que dar de su lejanía con la conciencia, más huecos ha de rellenar en su anhelo infinito. El enigma demuestra el carácter nadiente del impulso al hacer ver la imposibilidad de su esencia, y la conciencia propia del espíritu le revela su nulidad, demostrada especialmente en los análisis profundos del Yo, que prueban con claridad lo abismático del sujeto. De este modo el carácter artístico del espíritu favorece, contribuye, produce de algún modo el enigma, le da consistencia, lo hace más inextricable. Porque desde el momento en que el espíritu apunta al enigma, ha hecho ya de su propia esencia un enigma, al negar de continuo su estabilidad y al proyectarse en la Irrealidad del Absoluto. Cada peldaño recorrido es producto de su versatilidad, de su falsedad, y la sinceridad, la idea clara y distinta se pierde en la dialéctica infinita de su desarrollo. No puede existir esencia del espíritu porque su objeto, su razón de ser, es el Absoluto de la Irrealidad.
Lo Irreal alienta por tanto el recorrido, las máscaras del espíritu. Como bien Nietzsche sabía, la máscara es un elemento fundamental de lo espiritual. Pero Nietzsche quedó atrapado en su apología de la máscara, en su negación de la esencia, pues al negar la esencia, lo que realmente estaba haciendo era ponerse del lado del espíritu, que era lo que en su último período de lucidez, en la premonición del Eterno Retorno, negaría. Al alentar el devenir y negar el ser, Nietzsche mismo realiza la última expresión del espíritu, o para decirlo con Heidegger, la última filosofía del ente como negación del ser. Porque lo verdaderamente devenido es el espíritu, y lo que alienta tal devenir es la Irrealidad del Absoluto, lo que niega todo dato y toda percepción consciente. Detrás de las modificaciones infinitas del espíritu se halla la misma esencia: lo Irreal mismo, que obliga al espíritu a no detenerse en ningún momento. Es la irrealidad del Deseo, el Deseo mismo, lo que mueve al espíritu, lo que produce el devenir, y como tal, la nada. La experiencia del espíritu, como sabía Nietzsche, es la experiencia de la nada. La máscara no es una burla de la permanencia, sino el medio que utiliza la misma permanencia para sostenerse infinitamente, sobre el corazón deseante del espíritu. Como el amante, el espíritu queda colgado de esa infinita permanencia de no- ser que utiliza el devenir como su propia manifestación. Sólo el espíritu sabe de enigmas, pues ha perdido ya desde siempre la perspectiva cíclica de la eternidad.